Dentro del laberinto

Un recuerdo

Bajo el cielo plomizo que arrastra el temporal, medio mitigado en Gran Canaria, las fotografías de Yeremi y Sara, los dos niños desaparecidos, han perdido el color. La sonrisa de Yeremi, con sus dientes recién estrenados, mira desde fotocopias en blanco y negro. Su presencia en paredes, coches y escaparates de tiendas cobra una realidad dolorosa, tras la aparición del cuerpecito de la niña Mariluz.

Se dejó de hablar de estos niños tras la desaparición, de la que tampoco ahora se habla, de Madeleine. El otro día, en el colegio de Yeremi, se organizó una ceremonia de recuerdo. Los niños de su clase hablaban de él, de sus gustos y de sus juegos. Los amigos que se pierden porque el verano finaliza, o por mudanzas, o porque la vida continúa sin pedirle permiso ni opinión a los pequeños, no se olvidan nunca. Nos acompaña el recuerdo del primer amor de los seis años, o del vecino del quinto que nos dejaba la bici. Es posible que sus compañeros recuerden a Yeremi mejor que los adultos, para quien sería un rubito más, un niño inquieto, travieso, bueno, insoportable, como todos los chicos a su edad. Entre los de su edad, la ausencia se nota como algo físico. Entre los mayores, la razón, los temores, la experiencia previa carga todo de presagios anticipados y esperanzas que aún alientan.

En mi novela Melocotones Helados, una niña rubita, adorable, traviesa, insoportable, como lo son todas a esa edad, desaparece sin dejar rastro. Me cuesta imaginar, en una sociedad en paz, algo más injusto y más doloroso. Una tortura lenta para los padres, un zarpazo para el resto de nosotros. Años más tarde recordé que el nombre de esa niña ficticia era Elsa, el de mi mejor amiga de infancia, también rubia, y adorable. Elsa, la real, y yo, nos perdimos mutuamente a los cinco años, cuando mi familia se mudó a un barrio más confortable y más frío y anónimo que aquel en el que vivíamos. La añoré durante años. Sé que es feliz, a veces la veo. Ojalá los compañeros de Yeremi tengan la misma suerte.

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