Dentro del laberinto

Un pecado

Me interesa la teoría Ratziniana de la pérdida progresiva del sentido del bien y del mal contemporánea. Pese a la antipatía instintiva que me inspira el nuevo Papa (tantos años con la presencia viajera y beatificadora de Juan Pablo II no pasan en balde), y el rechazo meditado de gran parte de la doctrina que se debe a su dictado, coincido en esa tierra de nadie moral en la que nos debatimos los humanos contemporáneos. El blanco y el negro, el pecado y la redención, que marcaba normas de conducta rígidas han dado paso a un relativismo que en ocasiones la Iglesia confunde con un peligroso libre albedrío. La voluntad de Dios, y de sus cercanos, pierde poder.

A Dios, en cambio, le preocupa cada siglo un tema diverso. Se siente ahora preocupado por la manipulación genética, por el consumo de drogas, y por el deterioro medioambiental.

Un Dios interesante, el de Ratzinger, que aumenta sus sanciones sin revisar otras injusticias palmarias, y tan modernas y tan debatidas como el delito ecológico. Queda sin controlar, a su libre albedrío, la fecundidad humana. Quedan las mujeres excluidas de la jerarquía eclesiástica. El alejamiento de Dios que provoca el pecado, el intenso dolor de sentirse lejos de la paz y de la conciencia tranquila se mueve en meandros de tolerancia y de censura.

Pero Ratzinger, que no aplicó esa definición Wojtiliana del infierno, sino que lo instauró de nuevo como una realidad para el cristiano, cree no sólo en el lugar de expiación del pecado, sino en su redefinición. Por desgracia, los nuevos pecados resultan difíciles de medir; la penitencia impuesta será, por fuerza, complicada. La acumulación de riquezas excesivas puede ser un concepto relativo, su restitución más ambigua aún. La reparación tras un genocidio, una violación o el abuso a un niño debe, por fuerza, conllevar una terapia que se escapa de los límites de la fe. El maltrato, la explotación, no se cubren con palabras genéricas. Los pecados no coinciden con los delitos. Qué extraño.

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