Dentro del laberinto

Santo Tomás Apóstol

La antorcha olímpica ha salido de Grecia con el Tíbet en llamas, sin que la tregua que los Juegos traían consigo haya servido para calmar la represión ni las muertes que las autoridades chinas han negado. La llama oscilará, si todo sale como lo esperado y las medidas del Gobierno chino moderan los conflictos al precio que sea, en la cima del Everest.

No debería jugarse con los símbolos; que ese fuego de unión, de purificación, llegue sin problemas al punto más alto del mundo, como si nada ocurriera bajo esa cima, resulta casi tan cínico como las tenues protestas de los países que han elevado, tarde y mal, voces en contra. Con varios días de retraso, el papa Benedicto XVI se declaraba afligido en su corazón de padre por los sucesos del Tíbet. Puede resultar comprensible que el Vaticano, como muchos otros gobiernos, no deseen enturbiar sus relaciones con una China cada vez más asentada. Puede incluso que no encuentren conflictos a la hora de negociar con un gobierno no democrático; muchos países proveedores de España, de Europa, lo son. Sin embargo, me cuesta digerir la hipocresía de un corazón afligido sin más consecuencias ni repercusiones que la pena. Deberían ofrecerme razones más convincentes para que lo creyera.

Se ha hablado de la injusticia que para los deportistas supondría la suspensión o el boicot de los Juegos Olímpicos. Es un razonamiento típico de la sociedad contemporánea, ecologista, concienciada, solidaria y comprometida, siempre que serlo no les cause ningún tipo de molestia, ni de alteración en la rutina ni la comodidad adquirida. La ideología fluctúa, o se anula, cuando el daño que causa ser consecuente es mayor que el beneficio económico.

Nadie puede exigirle a un deportista que sienta o rechace un acto, aunque sea una agresión y una vulneración de los derechos humanos. Sin embargo, de los Gobiernos y las autoridades religiosa resulta obligado demandar una actitud ética, un posicionamiento que no avergüence a quienes les damos nombre.

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