Tatsuko Horikawa ha presentado en París su última colección, en la que propone que caiga el último tabú de género: los hombres que quisieran estar a la última llevarían sujetador. En realidad, resulta más escandaloso el concepto que la realidad. Ya que los japoneses consideran el vello corporal de una manera cuando menos exótica, ese sostén sería una banda que impediría que se viera el pecho desnudo, o velludo. Sin copas, sin tirantes, algo a lo bandeau, la misma adaptación suave y discreta que se ha producido en cada una de las prendas femeninas llevada a los hombres, la incomodidad sustituida por la tecnología. No pensemos en ello como ropa: es una declaración de rebeldía, un happening como muchos otros de quien también se dedica a la fotografía, a la escultura y el arte.

Tatsuko Horikawa es también una persona que nunca ha sido escultora, ni diseñadora, ni fotógrafa. Comparte el nombre con una vagabunda de cincuenta y ocho que, un día cualquiera, se coló en una casa, e hizo del armario su domicilio. Colocó un colchón en la balda superior, y durante meses hizo discretas incursiones en la nevera, y se duchó a escondidas. El dueño de la casa, alerta, posiblemente con el miedo en el cuerpo por sus olvidos, y el alzhéimer, y el envejecimiento, se resolvió a colocar una cámara en su vida. Y encontró, en su casa, a una mujer madura que se movía con sigilo, y que había emplazado refugios similares en otros pisos. No pensemos en ello como allanamiento: es una declaración de rebeldía, un happening como muchos otros de quien ha de buscarse la vida a la desesperada, con títeres, limosnas, fingimientos de enfermedad o carteles lastimeros.

Tatsuko se entusiasmaría con la otra Tatsuko, que logró caerle tan bien a su huésped involuntario que habló a su favor. Las dos Tatsukos han hecho cosas extrañas, improbables. Innecesarias, sin duda. Arriesgadas, como si la opinión ajena, o la vergüenza, no les fuera familiar. Dudo en decidir cuál es la artista. Con el arte moderno, esas cosas pasan.