El viernes pasado volví a hablar de la generación mileurista en la clausura del Encuentro sobre Empleo en un mercado globalizado de la UIMP. Pese a que la generalización de la precariedad y la carestía económica ha hecho que el breve momento de curiosidad que esta generación merecía se haya distraído y las energías se dediquen a otros colectivos y situaciones, se ha hablado ya mucho de los treintañeros universitarios, pobremente pagados y con escasas perspectivas de ascenso. Además de mis dos libros sobre el tema, varios medios de comunicación le han dedicado tiempo espacio, en ocasiones reproduciendo mis conclusiones o capítulos con cierto desparpajo y sin citar la autoría.

Me sorprendió por lo tanto el general desánimo que mostraron periodistas y mileuristas cuando escucharon, no por primera vez, la situación y perspectivas reales de esta generación. Por un momento, el pesar se manifestó con un silencio reflexivo, un instante de pánico ante la certeza de que la seguridad de la infancia se había desvanecido y los sueños que se mantenían durante la adolescencia no se cumplirían jamás. Infantiles y con una dramática inmadurez a la hora de abordar la realidad, mi generación nos empeñamos en aferrarnos a excusas y a una relación contradictoria con el paso del tiempo: creemos que ese mismo transcurrir que nos envejece y nos priva de gran parte de nuestros ideales y privilegios solucionará todos nuestros problemas.

La generación mileurista cree en los milagros y en la salvación particular. No fuimos educados para situaciones difíciles, ni para enfrentarnos a crisis reales. Combinamos un carácter pesimista con la negación de una realidad realmente caótica. Con el caballo de Troya a las puertas y la destrucción a unas horas, nos regocija en secreto que Casandra sea una profetisa resentida y que los dioses destruyan al gafe de Laocoonte, que amargaban la fiesta general. Tras la clausura, los mileuristas bajaron a por una cervecita, olvidados los presagios amargos. A nadie le gustan los consejos.