Dentro del laberinto

El mago (en la segunda esquina)

No se sabe con certeza quién es Banksy, aunque se cree que sus grafitis provienen de un varón blanco, 30 y pocos años, nacido en Bristol. Ni siquiera cuando ha empleado sus plantillas estarcidas para la MTV, o sobre el muro de Cisjordania, o cuando han aparecido en Match point de Allen se ha revelado la identidad de este artista anticonvencional, crítico con el sistema político y los mensajes publicitarios, pero que alquila sus servicios por precios astronómicos.

Vendido o rebelde, sus ratas y sus hombres trepadores son tan precisos y tan hermosos que han sido respetados en muchas de las paredes que no pidieron ser pintadas. Hay poco de vandalismo en sus trazos, y sus libros de fotografía resultan coherentes con la ideología que propugna. Su intervención del primer CD de Paris Hilton (en 500 copias modificaba la voz de esa extraña criatura, y la convertía, como en un guiño al Diamond Dogs de Bowie, en una perra humana) le valió más de una muestra de respeto de quienes, cómo él, se preguntan por qué la muchacha se merece una sola fotografía más.

Pensaba en Banksy, precisamente, cuando vi la escultura de Manolo Valdés en la Alameda de Hércules, en Sevilla. Con un spray, alguien había esbozado una estrella de cinco puntas, de un solo trazo, y la frase "El arte está en la calle" entre una doble exclamación.

La vanidad enmascarada bajo las pretensiones artísticas no conoce límites. Como los niños que, en ausencia de los profesores, se lanzan a la pizarra para mancharse los dedos con las tizas y conquistar ese espacio vedado, algunos grafiteros plantan su firma en cada persiana metálica, en cada pared limpia. Sin gracia, ni capacidad de creación propia, sin un objetivo o más mensaje que la imposición de su nombre. Qué lástima.

Porque, efectivamente, el arte puede y debe encontrarse en la calle. Lo logran arquitectos, raperos, diseñadores, jardineros o grafiteros con voluntad de conquistar el espacio público. Pero quien quiera dejar una huella debe pensar, crear y transmitir algo válido. Más allá del ego, y de la necesidad de reconocimiento.

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