Dominio público

Pobres, son tan pocos

Marta Nebot

Con sordina, como si estuviera dentro del agua, como si fuera un astronauta, como si ya no quisiera entender más. Así vivo este impás, estos días difusos en que se manifiestan los que no van a gobernar, los que han perdido cuando pensaban que iban a ganar, los que se creen España y, de momento, aunque sea por poco, no ganan y se ponen a romperla porque o es suya o nada.

Y sí, en algún momento me asustó que Feijoo comparara la amnistía con el 23F, que Abascal declarara solemnemente que esto solo puede acabar con "el dictador en el banquillo o los que se oponen en prisión", que Ayuso afirmara que estamos en una dictadura de la que solo nos pueden salvar el Rey y el Ejército, que FAES sacara una nota diciendo que ha llegado el momento de pasar de las palabras a los hechos sin explicar a qué hechos se refiere.

Me dio miedo porque a veces, demasiadas veces, España es más suya que del resto. ¿Cuántos no ponemos banderas republicanas en nuestras ventanas por miedo, por evitar conflictos y miradas aviesas, porque la nacional acecha nuestros balcones y nuestras calles, impregnada de monarquía y de derechas, expulsando a los que creemos en otra España más amplia tan válida, tan luchada, tan merecida?

Y más allá de que se hayan adueñado de todos los símbolos, de que constantemente nos echen de la patria, pesa el hecho incontestable

de que no sueltan el poder Judicial desde hace más de un lustro y el Estado es incapaz de terminar con ese alzamiento exitoso. ¿De verdad no hay ningún mecanismo que termine con la ocupación del Tercer Poder? ¿Será verdad que no hay nada que hacer contra los okupas que retuercen la ley? Llevamos ya cinco años cojos del trípode que sostiene a cualquier estado democrático y todo lo sostenido por tres patas se tambalea cuando una le falta. Y ya se sabe que la impunidad empuja al crimen. Si ya se han quedado con una, ¿por qué no van a ir a por el resto cuando se les han escapado por poco?

Sin embargo, entre la incredulidad y el susto, viendo en las redes sociales los vídeos de los altercados, haciéndome consciente de que la mayoría son enajenados, ridículos pidiendo a la policía que les proteja de ellos mismos, rogando su complicidad en el delito, apagué el ruido y me puse a mirar los números. Hasta ahora hubo ocho días de protestas: nunca juntaron más de 8.000 personas. 8.000. Las comparaciones son siempre odiosas pero muy clarificadoras: en la Diada de este año, una de las menos multitudinarias desde que empezó el conflicto, salieron a la calle 150.000 personas. ¿Cómo pretenden arrebatar el Gobierno a los casi once millones de votantes y a los más de doce que lo van a hacer posible en el Parlamento? ¿Por qué creen representar a los 11 millones de personas que votaron a PPVox y que simplemente no tienen la mayoría? Esos 11 millones se quedan en casa porque saben que ser demócrata consiste en acatar el resultado de las urnas y dejar que los poderes del estado hagan su trabajo: legislar, ejecutar esas leyes, controlar que sean conforme al ordenamiento jurídico y que no vulneren derechos.

Si no vas a dónde están, si les quitas el sonido, si no dejas que te agredan sus gritos, si les miras desde la distancia real, esa en la que te haces consciente de que no pueden hacerte daño, dan risa. Aunque te ríes menos cuando piensas que el Poder Judicial todavía es suyo y que tú eres una cara conocida que no les gusta mucho. Aún así, siguen siendo unos pocos que hablan como si fuesen todos. Eso, en mi barrio, solía llamarse totalitarismo.

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