CARLOS BALLESTEROS
En los últimos años se ha producido un notable incremento tanto en el número de ONG en el Estado español como en el auge e importancia de su papel en la sociedad. Desde los ya lejanos tiempos de las acampadas por el 0,7%, allá por 1993, muchas y diversas organizaciones han ido surgiendo al amparo de una sociedad que, según algunos, se define como "solidaria". Sin embargo, y a pesar de que no se ponga en duda el papel de estas organizaciones en la erradicación de la pobreza, su evolución y complejidad lleva a demandar unas nuevas pautas éticas en sus actuaciones que les otorguen una mayor legitimidad moral frente a la sociedad. Como bien ha reflejado el profesor Carlos Gómez Gil, "la supervivencia económica de las ONG no puede ser un fin en símismo, ni mucho menos su fin último, como en ocasiones podría pensarse".
La creciente tendencia a la privatización de lo social a que nos tiene acostumbrados el modelo neoliberal no es ajena a la situación de la financiación de las entidades sin ánimo de lucro. Si bien la consecución de una base social amplia es una de las mejores garantías de independencia, estamos asistiendo a un traslado de dependencia desde los recursos públicos a los privados, empezando así una especie de carrera y competencia feroz por la captación de fondos que, en ocasiones, puede ir en contra de los objetivos de transformación y denuncia e incluso, a veces, de pérdida del respeto y consideración de las poblaciones beneficiarias, utilizadas como reclamos comerciales fáciles y lastimeros. La carga emocional de algunas imágenes supone la recaudación de grandes sumas de dinero que, indudablemente, permiten salvar gran número de vidas. Sin embargo, también influye en la percepción y la imagen que los ciudadanos de los países del Norte tienen acerca del Sur.
Las ONGD (Organizaciones no Gubernamentales para el Desarrollo) españolas compiten por un mercado, el de donantes, y la publicidad que utilizan está dirigida a él. Es inevitable que, para algunos, las ONGD del Norte sean vistas únicamente como fuentes de fondos para el Sur, lo que hace que la relación entre iguales, que es lo que debería fomentar la cooperación, desaparezca. Esta actitud es muchas veces fomentada por las propias organizaciones del Norte, mediante varias herramientas entre las que sin duda destacan la publicidad y el apadrinamiento. Sin embargo, un modelo de desarrollo más adecuado a los tiempos que corren debería defender el modelo de intervención basado en el diálogo, la equidad, el respeto y el trato de igual a igual, fomentando un desarrollo endógeno, que nazca desde el propio Sur. El marketing en el sector no lucrativo sería entonces útil en la medida en que ayude a incrementar la cifra de adeptos sin renunciar a la ideología.
El apadrinamiento, muy de moda en los últimos años, es un sencillo sistema de canalización de fondos desde un donante a alguien que aparentemente tiene un nombre y unos apellidos y vive en situación de pobreza.
Sin embargo, para algunos, entre los que me encuentro, el apadrinamiento es de alguna manera una medida caritativa, asistencial, de mera transferencia de fondos desde el Norte rico al Sur pobre, que trata de canalizar fondos para atacar las consecuencias (el hambre, la falta de saneamiento básico, etc.) más que las causas de la miseria y la exclusión. La gran mayoría de asociaciones que optan por este sistema, sobre todo tras el escándalo protagonizado por Intervida, han empezado a dejar más claro que, si bien el apadrinamiento es a un niño concreto, la aportación económica está destinada a toda la comunidad donde vive el ahijado, lo cual nos lleva entonces a un segundo punto: el apadrinamiento no es sino una herramienta de marketing que en muchas ocasiones juega con los vínculos afectivos y emocionales (niños llorosos y desnutridos, sucios...) sin explicar las razones reales de la pobreza. Es muy cierto que la sociedad en la que vivimos está muy necesitada de emociones, pero no es más cierto que, utilizado así, no hace sino simplificar, a mi juicio, un problema mucho más complejo y grave como es el de la pobreza en el mundo.
La principal crítica que le encuentro al sistema es, pues, de índole cultural y formativo. El apadrinamiento no sensibiliza ni educa: puede llegar a acabar convertido en un apunte en la cuenta corriente del padrino, como el recibo de la luz o del agua. Puede convertirse (como de hecho está pasando) en una costumbre consumista. El "te regalo un niño apadrinado por Navidad o por tu cumpleaños" es un fenómeno que empieza a darse con frecuencia y que convierte la solidaridad en un bien de mercado.
Sin embargo, veo que los apadrinamientos podrían fácilmente convertirse en algo muy útil. A bote pronto me vienen a la cabeza iniciativas muy poco conocidas pero mucho más transformadoras como el apadrinamiento de profesores rurales, el de surcos de cultivo, el de presos políticos... Son menos publicitarias, pero su capacidad de sensibilización, educación y denuncia es infinitamente mayor.
El gran reto que creo que debemos enfrentar desde los movimientos sociales, ONG y demás entidades del llamado tercer sector es cómo transformar donantes en militantes. Cambia de vida para cambiar el mundo es quizás uno de los eslóganes mejor conseguidos y que mejor comunica la filosofía que hay detrás de una verdadera educación para el desarrollo. Sólo mediante el cambio de los hábitos de consumo, de ahorro, de estilo de vida, en definitiva, conseguiremos cambiar el sentido de giro del mundo. Y sólo cuando el mundo gire en otra dirección conseguiremos que no haya ya niños que apadrinar, porque no habrá pobreza en el mundo. Esa es la utopía por la que merece la pena trabajar.
Carlos Ballesteros es Profesor en la Universidad de Comillas
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