Dominio público

Financiación sin modelo

Sandra León

dominio-07-25.jpgSandra León

Alguien comprende con claridad el debate sobre la financiación autonómica? Seguramente hay pocos capaces de manejarse con cierta seguridad en un tema en el que los intereses políticos se disfrazan con argumentos técnicos y los avances técnicos se defienden como logros políticos. Es posible que también contribuya a la confusión la frecuencia con la que el debate ha aparecido en la agenda política durante las últimas legislaturas. En estos días hemos tenido ocasión de experimentar una vez más el déjà vu de la negociación de la financiación, un espectáculo con aire de sainete en el que se repite el guión y los actores principales. El final de esta larga representación ha sido la aprobación de un sistema de financiación con algunos avances, sobre todo en corresponsabilidad fiscal, pero que fracasa en lo esencial: otorgar al sistema de una lógica que vaya más allá de la política. Esto hace que el modelo nazca debilitado y sea vulnerable a futuras reformas.

El nuevo sistema de financiación reduce las desigualdades en la financiación por habitante del modelo anterior (aprobado en 2001). Es decir, la distancia entre la comunidad que recibe más y la que recibe menos se ha hecho más corta. No obstante, su principal debilidad es que sigue sin contar con criterios claros y objetivos que expliquen la distribución de los recursos y que se apliquen de forma permanente. ¿Población, dispersión, insularidad...? Con esta imprecisión el Gobierno ha ganado cierto margen de maniobra en una negociación en la que estaba muy limitado. Pero el precio por el acuerdo ha sido, una vez más, un exceso de garantías. Por un lado, asegurando que todas las comunidades autónomas ganan más recursos que en el modelo anterior. Por otro, creando fondos específicos ad hoc (como el de competitividad) que hacen que el diseño del sistema sea menos transparente y más improvisado. La consecuencia de este diseño es que resulta difícil contestar a la pregunta de "por qué este reparto y no otro" con argumentos distintos a los de la coyuntura política.
Si el modelo aprobado carece de criterios objetivos claros y consensuados sobre cómo distribuir los recursos, ¿con qué legitimidad puede el Gobierno oponerse a que una comunidad autónoma que ahora está por debajo de la media reivindique más financiación para estar por encima? Si no está claro el criterio que vale, es probable que los gobiernos autonómicos acaben concluyendo que para reivindicar más financiación no se necesita ningún criterio, excepto la máxima del "cuanto más, mejor".

Además, la reducción de las desigualdades en la financiación por habitante entre comunidades autónomas se ha presentado como uno de los avances del nuevo modelo. Pero un modelo no es necesariamente mejor que otro porque estas desigualdades sean menores. Si las comunidades autónomas se enfrentan a costes muy distintos a la hora de prestar los servicios, un sistema que garantice para todas la misma financiación por habitante puede ser tremendamente desigual.

El que los gobiernos autonómicos cuenten con distinta financiación por habitante sólo puede estar justificado porque a unos les cueste más que a otros la prestación de los servicios transferidos y, por lo tanto, necesiten más financiación. Para que la distribución de los fondos se hiciera de acuerdo con esta idea, serían necesarios tres cambios en el sistema actual. Primero, conocer mucho mejor cuáles son las variables que verdaderamente influyen en los costes o en la demanda relativa de los servicios públicos, un ámbito sobre el que algunos expertos están trabajando. Segundo, que la fórmula de reparto en la que se introducen esas variables sea efectivamente el origen (y no el resultado de la negociación política, como en la actualidad) de la distribución de recursos. Y tercero, y más importante, que todos los actores se aten de manos. Es decir, que las comunidades autónomas y el Gobierno central se pongan de acuerdo en que esas variables van a convertirse, de forma permanente, en los criterios para distribuir la financiación.

Es poco probable que la idea de establecer criterios estables de reparto suscite el interés del Gobierno central, pues el sistema actual le proporciona un mayor margen para la negociación política. Tampoco el interés de las comunidades autónomas. Estas han criticado el nuevo modelo según el porcentaje de los fondos que van a recibir, no por la ausencia de consenso sobre los criterios de reparto. Quizás las más perjudicadas en el presente respetan este sistema porque albergan la esperanza de que la negociación les beneficie en el futuro. La lógica política de la negociación está muy interiorizada por los gobiernos autonómicos y a ella adaptan sus estrategias. Esto explica que los que cambiaron sus estatutos recientemente intentaran ganar terreno en la reforma de la financiación, fijando en las disposiciones estatutarias algunas de las variables que debían tenerse en cuenta para repartir los recursos.

Finalmente, un sistema de financiación como este, hilvanado por la negociación política, es más vulnerable a futuras presiones para modificarlo. La renegociación periódica del sistema genera costes económicos para la Hacienda central –si siguen manteniéndose las garantías de que ninguna comunidad autónoma pierda recursos– y también políticos, derivados de la confrontación que el proceso de negociación genera entre los partidos políticos y en las relaciones intergubernamentales. Es cierto que al final siempre acaba llegándose a un acuerdo. Pero se trata de acuerdos de reparto, de cuánto dinero le toca a cada uno, mientras lo que se necesita es un acuerdo sobre cómo repartir. En definitiva, un modelo.

Sandra León es politóloga

Ilustración de Patrick Thomas

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