Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
Nunca mejor dicho "a vueltas", ya que desde 1970, si no olvido alguna, llevamos las siguientes leyes de educación: LGE, LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE. Una sopa de letras cuyas víctimas son ante todo los alumnos, sometidos a continuos experimentos que en su mayoría reflejan oportunismos coyunturales de carácter político antes que respuestas a necesidades educativas. Y quizás después de las elecciones de diciembre tengamos una nueva ley, aunque ya resulte difícil encontrar nuevas siglas para denominarla.
La reciente etapa del exministro Wert ha resultado especialmente nefasta. La deficiente calidad de la enseñanza que reflejan algunas evaluaciones se intenta corregir con la introducción de nuevos exámenes, como si el problema se resolviera aumentando los controles. Se exige a los alumnos de la educación secundaria una opción prematura acerca de su futuro académico. Se suprime la Educación para la Ciudadanía y sus objetivos dirigidos a la cultura democrática, la lucha contra el racismo, contra la violencia de género y la libertad sexual, entre otros. Mientras se devalúa la enseñanza de la Filosofía se privilegia el papel de la Religión, convirtiéndola en una asignatura con valor académico puntuable y ofreciendo como alternativa una asignatura de valores éticos, como si compartiera con ella los mismos objetivos. Y, sobre todo, no se dice una palabra del que creo es el aspecto más olvidado y más decisivo si lo que se pretende es elevar la calidad de la enseñanza: la formación de los profesores. La OCDE ha cuestionado la ausencia de evaluaciones de la función docente en nuestro país. Pero creo que es previo y más importante hablar antes de la formación inicial y permanente de los profesores españoles.
Entre los docentes de secundaria, bachillerato y universidad –la enseñanza primaria es un tema aparte- es frecuente el rechazo a cualquier intento de introducir la pedagogía en la gestión de los centros de enseñanza. Se aduce que la formación pedagógica de los docentes, que se intentó sobre todo a partir de la LOGSE, constituye en su totalidad una actividad no solo inútil sino incluso contraproducente para mejorar la calidad de la enseñanza, una actividad gestionada por impostores que pretenden "enseñar a enseñar", devaluando así el contenido de lo que importa, que es la materia que se enseña. Algunos de sus críticos llegan a cuestionar no solo la competencia de los pedagogos sino la misma existencia de la disciplina pedagógica, a su juicio vacía de contenidos operativos. La solución de nuestros problemas educativos consiste, según ellos, en la recuperación de la autonomía del docente, al que hay que librar de la obligación de dar cuenta de sus métodos de enseñanza.
Hay que reconocer que la ignorancia que revelan estas críticas tiene algunos atenuantes. Cuando la pedagogía irrumpió en el sistema educativo de manos de la LOGSE, muchos de quienes se encargaron de difundirla estaban lejos de ser pedagogos o de saber algo de pedagogía. En su mayoría eran inspectores o profesores en comisión de servicios, que, a falta de formación específica, introdujeron un vocabulario sofisticado y abundantes exigencias burocráticas a los profesores sin proponer cambios reales en los métodos de enseñanza. Se habló mucho de constructivismo, de objetivos actitudinales, de secuenciación, de diseños curriculares, de contenidos transversales y hasta se calificaron pomposamente a los modestos recreos de segmentos de ocio. Esta vacuidad, unida a la existencia de una ley sociológica que indica que cualquier colectivo se muestra renuente ante el cambio, sobre todo si cuestiona conductas ya asentadas, conduce al rechazo en bloque de los intentos de reformar los sistemas de enseñanza. Todo lo cual no exime de responsabilidad, por supuesto, a aquellos profesores que se niegan a cualquier cuestionamiento de esos viejos métodos de enseñanza que han tenido tiempo de demostrar su fracaso y recelan de cualquier novedad que pretenda mejorarlos, sobre todo cuando que les exige un nuevo aprendizaje.
Durante muchos años los profesores de secundaria y universidad se vieron obligados a improvisar: después de terminar una carrera en química, filología o historia debían enfrentarse a grupos de adolescentes o jóvenes -a quienes con frecuencia interesaba poco su sabiduría en esos temas- para conducir un proceso de aprendizaje sin otros recursos que su propia imaginación y el recuerdo de su vida académica. Porque el llamado Curso de Aptitud Pedagógica (el CAP) se parecía más a un trámite administrativo que incluía el pago de tasas que en un curso de formación. Y el llamado "año de prácticas", que supuestamente debía consistir en un trabajo tutelado por profesores con experiencia, era en la mayoría de los casos en un año como todos los que seguirían, durante el cual en raras ocasiones algún profesor experimentado asiste a las clases del nuevo para ayudarle en su tarea. Y casi nunca un inspector, como no sea por algún conflicto.
¿Alguien puede suponer que una tarea compleja como es la de motivar a un grupo de adolescentes y conducir un proceso durante el cual adquieran progresivamente conocimientos y hábitos intelectuales que les introduzcan en disciplinas que desconocen puede dejarse a la improvisación y al carisma personal de profesores que solo se han formado en su disciplina científica? Por supuesto que algunos de ellos son capaces de obtener buenos resultados aplicando el sentido común y su carisma personal. Y gracias a que estos profesores abundan muchos estudiantes obtienen buenos resultados de su paso por los centros de enseñanza. Pero no se puede exigir competencia pedagógica a una persona que ha sido formada en un ámbito de conocimientos ajeno a la enseñanza y a quien se le encomiendan tareas que poco tienen que ver con la biología, el inglés o las matemáticas. Sobre todo teniendo cuenta que muchos de ellos han elegido la docencia a falta de otras salidas laborales en su especialidad. ¿Se les puede reprochar que acudan al recurso fácil de la clase expositiva (o, peor aún, de los libros de texto), la memorización y la repetición de lo expuesto en los exámenes como únicos recursos pedagógicos? Según decía alguien, ese método en que los conocimientos pasan de los apuntes del profesor al cuaderno del alumno sin haber pasado por el cerebro de ninguno de los dos.
El aporte teórico de Piaget y Vygotski, entre muchos otros, ha insistido en la importancia de conocer los procesos cognitivos que se producen en la adquisición de conocimientos para adecuar a ellos los métodos de enseñanza. La mente del alumno no es una "tabula rasa", un recipiente vacío dentro del cual el profesor vierta sus conocimientos para que el alumno pueda buscarlos cuando los necesite. El alumno ya posee una estructura cognoscitiva que condiciona lo que se le enseña, de modo que el resultado del proceso educativo es una construcción personal y no una mera recepción de datos. Para lo cual el profesor debe conocer esos mecanismos de aprendizaje y adecuar a ellos sus métodos de enseñanza. En palabras de Ausubel: "Sólo habrá aprendizaje significativo cuando lo que se trata de aprender se logra relacionar de forma sustantiva y no arbitraria con lo que ya conoce quien aprende, es decir, con aspectos relevantes y preexistentes de su estructura cognitiva". Y aunque es cierto que no faltan expertos en psicología de la educación que plantean objeciones a este enfoque, es innegable que el tema del aprendizaje ha sido estudiado seriamente en los últimos años, de modo que si bien es razonable proponer críticas al constructivismo, no lo es prescindir de todo el aporte teórico que hay disponible sobre el tema para dejar la enseñanza en manos de la improvisación y la intuición individual del profesor. Existen otras propuestas que pueden discutirse, pero es inaceptable el rechazo en bloque de la pedagogía y el intento de justificar métodos tradicionales de enseñanza que (entre otras causas) han provocado un alto fracaso escolar.
Creo que la formación del profesorado, tanto la formación inicial como la permanente, debe ser el eje de una reforma educativa que pretenda superar la improvisación y el oportunismo que han marcado los cambios en los últimos años y que consiga integrar a tantos alumnos que actualmente son expulsados prematuramente del sistema. Después podrán venir las evaluaciones y los incentivos. Pero sabiendo que los profesores no pueden cargar con la culpa de los problemas de nuestro sistema educativo: han perdido el prestigio social del que gozaban hace tiempo y tienen que realizar su tarea en condiciones más difíciles, ante las cuales no se les ha prestado otro apoyo que el considerarlos "autoridades públicas". No resulta extraño que muchos de ellos se sientan desmotivados y desorientados en su tarea, pese a lo cual la mayoría dedica a su trabajo un esfuerzo que merece ser reconocido y gracias al cual la ausencia de una formación previa no conduce necesariamente al fracaso del sistema educativo. Aunque un proceso de formación del profesorado no es una tarea fácil creo que habría que dirigir los esfuerzos en este sentido antes que añadir exámenes, inventar asignaturas y discutir sobre las clases de religión.
Recientemente el ministro de Educación encargó la confección de un "libro blanco" sobre el tema de la reforma educativa para ser presentado como propuesta en la próxima campaña electoral. Y el viejo Curso de Aptitud Pedagógica ha sido reemplazado por un máster anual. A juzgar por la historia de las propuestas anteriores del Partido Popular, sobre todo por la de su reciente gobierno, no parece que se pueda pedir a la comunidad educativa un voto de confianza en este enésimo intento de un pacto por la educación, sobre todo si se propone en tiempos de campaña electoral. Pero creo que no habría que perder la esperanza de que alguna vez pueda superarse la guerra de siglas legislativas y la educación deje de ser un campo de batalla entre partidos políticos.
Comentarios
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