Dominio público

Los maestros que prometieron el mar

Jonathan Martínez

Durante mucho tiempo anduve en busca de un hombre, más bien un fantasma, apenas una referencia mecanografiada en cuartillas burocráticas tan gastadas y amarillas que me costó un trabajo ingente descifrarlas. Se lo había tragado la tierra. Desapareció del mundo no por una vocación ascética sino porque las autoridades franquistas lo habían señalado con una peligrosa gama de improperios y lo acusaban de ser un rojo, un masón, un traidor a todos los efectos, y por eso lo condenaron a la clandestinidad primero, a la cárcel después y finalmente al más ignominioso de todos los olvidos. Se llamaba Teodoro Cisneros y había sido el maestro de mi abuelo.

Ni siquiera sé muy bien por qué lo estaba buscando. Al fin y al cabo, siempre lo tomé por un personaje secundario en la historia de mi familia y era seguro que estaba muerto, tan muerto como mi abuelo y como casi todas las demás personas que lo habían conocido. Tardé un buen tiempo en comprender el influjo indirecto que había ejercido en mi vida. Lo supe después de haber descubierto sus métodos docentes y sus ideas renovadoras, que resultaban demasiado audaces para aquella época, en una tierra lastrada aún por el analfabetismo, los caciques rurales y la supervisión omnipotente de la Iglesia.

Allá por 1935, Teodoro Cisneros solicitó al Ministerio de Instrucción Pública que le concediera la oportunidad de visitar la escuela de Saint-Paul-de-Vence, la escuela de Célestin Freinet, cuyas técnicas pedagógicas ya estaban aplicando con diligencia algunos maestros de la Segunda República. De la mano de Cisneros y al estilo de Freinet, los alumnos de Rioseco de Karrantza publicaban un semanario con una multicopista construida en la escuela. De pronto, como por arte de magia, niños de toda clase y condición se habían convertido en editores, periodistas, ilustradores, corresponsales y humoristas que divulgaban en letras de molde las noticias más candentes de su día a día.

Los alumnos dejaron así de copiar al dictado y pasaron a exponer sus propias visiones de la realidad con el prestigio que concede la letra impresa. Al mismo tiempo, y casi sin querer, aprendieron a desmitificar las verdades oficiales de la vieja prensa, pues quedaba ya a la vista de todos que cualquiera con cierta maña y tiempo libre reunía las condiciones suficientes para difundir una noticia. En ese milagro cotidiano había toda una declaración de intenciones: la escuela no debía concebirse nunca más como una fábrica de súbditos sin voluntad ni conciencia sino como un proyecto emancipador llamado a formar ciudadanos libres.

"No he estado nunca en Francia", escribió Cisneros en su última solicitud ministerial justo antes de que la guerra hiciera estallar todo en pedazos. La escuela de Rioseco cerró y quedó desatendida porque el maestro se había enrolado en el batallón México. Durante un tiempo el frente se mantuvo estable, pero los sublevados aceleraron la ofensiva y los combatientes republicanos empezaron a morir en sangrientas escabechinas o cayeron presos o huyeron en desbandada. Cisneros se refugió en Megeces, en Valladolid, y vivió escondido durante más de diez años hasta que perdió la esperanza de que Franco cayera. Trató de huir a Francia. Lo interceptaron en la frontera.

Estos días ha llegado a la cartelera la última película de Patricia Font. El maestro que prometió el mar es la historia de un profesor republicano llamado Antoni Benaiges que fue destinado a un pueblo recóndito de Burgos llamado Bañuelos de Bureba, que aplicó los ideales de Freinet con un entusiasmo devoto y que no pudo cumplir sus ensoñaciones de libertad porque una partida de falangistas lo secuestró y lo asesinó en un rincón desconocido del monte de La Pedraja. Los alumnos de Benaiges, igual que los de Cisneros, publicaban sus propios cuadernos con una pequeña imprenta y aprendían a través de la experimentación directa, de la ciencia, de la música, de la pura vida.

No fue un camino exento de tropiezos, ni siquiera en tiempos de la República, pues Beinages siempre tuvo enfrente la oposición encarnizada de las fuerzas vivas, ese poso de reacción y oscurantismo que había reinado hasta entonces y cuya sombra se prolonga hasta nuestros días. Este pasado verano, Xavier Bobés y Alberto Conejero trataron de llevar a Briviesca la historia del maestro republicano con una obra teatral titulada El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca. El Ayuntamiento, en manos del PP, canceló las funciones aduciendo motivos técnicos. Briviesca es la localidad donde secuestraron a Benaiges. El agravio no solo no se repara sino que además se ratifica.

En los primeros años treinta, el maestro Cisneros llevó a sus alumnos de Rioseco a la villa de Santoña para que vieran el mar Cantábrico y conocieran los entresijos de la industria conservera. Benaiges había prometido a sus alumnos que los llevaría a ver el mar Mediterráneo y así habría sido si su vida no hubiera quedado interrumpida para siempre junto a las vidas de otras personas de las inmediaciones, vecinos que fueron sacrificados como conejos y arrojados a una fosa común de La Pedraja que tardó casi ochenta años en exhumarse. Entonces, solo entonces, salieron de las entrañas de la tierra los huesos de 135 seres humanos. No había rastro de Benaiges.

Juraría que Cisneros nunca llegó a estar en Francia. Había estudiado francés y hasta se había puesto en contacto con Freinet para contarle que la llama de la nueva pedagogía popular seguía ardiendo en una pequeña escuela vasca. Aquel sueño fue aplastado con los modales más barbáricos, con fusilamientos, celdas perpetuas, depuraciones, censura eclesiástica y fogatas de libros. Cisneros cruzó todo un purgatorio de clandestinidad, cárcel y olvido. Benaiges fue suprimido de la vida y hasta de la memoria de los archivos. Pero vivieron sus alumnos y los alumnos de sus alumnos. Y aquí seguimos en pie sosteniendo la llama de un sueño. Somos el mar que ellos nos prometieron.

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