Dominio público

Ganó el parlamento de Pedro Sánchez

Noelia Adánez

El presidente Pedro Sánchez hilvanó en el primer día de la investidura un discurso que causó sorpresa generalizada, algarabía entre sus seguidores que admiraron su capacidad para elevar el tono y el alcance del debate al plantearlo en términos de confrontación entre modelos políticos (progresista y reaccionario), e irritación entre sus detractores que observaban cómo Sánchez, un driblador nato, evitaba centrar su intervención en el tema de la amnistía eludiendo así vincular su investidura a la aprobación de la polémica ley.

Como fuere, el largo parlamento de Sánchez obligó a quienes atendíamos a la investidura a alzar la mirada por encima del debate sobre la ley de amnistía que, aun siendo vital, no era el único ni quizá el tema más importante. El parlamento de Pedro Sánchez nos llevó a observar con un mínimo de serenidad hacia qué horizonte de país queremos transitar quienes pensamos el mundo en términos de justicia social, derechos humanos, equilibrio ambiental y progreso.

El ciclo político pandémico ha dejado un reguero de aceite populista sobre el que la democracia española, como tantas otras en nuestro entorno, patina dando penosos tumbos que las derechas han aprovechado para tensionar la vida en común hasta el límite del insulto, la amenaza y la pública exhibición del desprecio a la convivencia democrática y pacífica. En vísperas de la investidura las derechas han intentado ganar en las calles lo que no lograron ganar en las urnas. Y en ese empeño lo que se ha evidenciado es que la democracia funciona y que el parlamento, sede de la soberanía popular y la palabra, es vital en nuestro sistema político, mal que le pese a quienes no lo saben por negligencia o prefieren hacer que lo ignoran por pura malicia.

En el parlamento se decide la formación del gobierno y su acción legislativa y no hay política institucional que pueda dirimirse fuera del parlamento. El derecho de manifestación existe para dar expresión al descontento ciudadano y permitir que se formulen reivindicaciones de las que deberían hacerse cargo o al menos tomar nota los responsables políticos. Pero no se pueden tumbar gobiernos o, para el caso, impedir que se constituyan mediante acciones continuadas de acoso a las sedes de partidos políticos a las que los convocados por las derechas acuden desde hace días en una peregrinación emocional con la que pretenden solidarizar el odio que cargan y que en una medida importante les ha sido inoculado durante el ciclo político pandémico. También para evitar que ese odio se difunda y viralice existen los parlamentos.

La palabra ordenada y articulada, la expresión lógica y el intercambio de planteamientos es lo que cabe, lo único que cabe en el parlamento. En estos dos últimos días han sobrado los insultos de la ultraderecha en la tribuna de oradores a cargo de Santiago Abascal y en la de invitados el proferido por la presidenta de la Comunidad de Madrid. Ha sobrado el silencio activo por ausencia del partido antisistema Vox. Ha resultado insuficiente, claramente deficitario, el discurso del líder de la oposición Alberto Núñez Feijóo, perdido en la descalificación personal, errático en sus referencias (Ismael Serrano celebra) y, lo que es más importante, reactivo.

Feijóo no ha propuesto alternativas, se ha enrocado en su idea de que como ganador de las pasadas elecciones le correspondía formar gobierno a pesar de haber fracasado con su intento de investidura y ha dejado que la ultraderecha pusiera de manifiesto que Isabel Díaz Ayuso no es la única que le tiene echada la soga al cuello.

Se ha impuesto el parlamento, el peso de los escaños, la aritmética de los apoyos a Pedro Sánchez y la política de la palabra con independencia de que se esté o no de acuerdo. En el uso de la misma, una vez más por cierto, sobresalieron los representantes de los partidos vascos, Mertxe Aizpurua y Aitor Esteban, y eso no es casual y conviene retenerlo. Ha ganado el parlamento. Tenemos gobierno.

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