Dominio público

Este narco mexicano de hoy

Lolita Bosch

LOLITA BOSCH

02-05.jpgHace exactamente 104 años hubo un terremoto en San Francisco que hundió su barrio chino y que las autoridades aprovecharon para implantar la Immigration act: un acta de expulsión de la comunidad china que no tuviera una residencia fija en California. De modo que los chinos comenzaron a bajar por el Estado hasta que cruzaron la frontera de México y se establecieron en la ciudad de Mexicali. Ahí se abrieron los primeros fumaderos de opio mexicanos. Y los establecimientos se desperdigaron por la República Mexicana hasta llegar a la ciudad capital y convertirse en una de las sórdidas distracciones de la clase alta. Los que consumían eran vistos como personajes exóticos, tumbados en chaise longues que hoy nos parecen de cuento y vestidas, ellas, con trajes de gasa aptos para retozar. Aunque los de clase baja, no. Los de clase baja comenzaron a recibir el nombre de gomeros y los primeros fotógrafos de México los retrataron como enfermos, vagabundos y perdidos. Una imagen similar a la que hoy tenemos y difundimos de los niños de la calle que esnifan cemento en el metro de la ciudad de México. Un prejuicio exacto.
Poco tiempo después de la apertura de aquellos increíbles fumaderos de opio –algunos de los cuales perviven clandestinamente en el mítico barrio de Tepito de la capital del país–, el Gobierno mexicano legalizó la cocaína y comenzó a distribuirla en farmacias como fármaco contra el dolor y la tristeza. E incluso hizo anuncios para convertirla una droga más popular y más frecuente.
Pero de esto, decía, han pasado casi cien años. Y estrechamente vinculado a la historia de la corrupción política del PRI (Partido Revolucionario Institucional) –que ha gobernado con autoridad de hierro el país durante más de 70 años– y también a la historia de las trampas eclesiásticas, el narcotráfico en México ha crecido hasta convertirse en este mundo paralelo que tenemos la sensación de ver hoy y que nos parece inexplicable. Pero no lo es, sino que estamos en el trazo de una sucesión de errores y despreocupación, de poder y corrupción, de impunidad y de vergüenza que ha convertido la República mexicana en uno de los lugares del mundo en los que el narcotráfico más ha permeado la vida pública y privada del país y sus instituciones. Y ha desembocado en datos como estos: en el Estado de Michoacán un 80% de los negocios tienen participación del narco, y la desorientada ciudad Juárez (frontera con El Paso, Texas) ha sido catalogada en este 2010 como la más peligrosa del mundo.
Aunque en todo esto hay matices, claro. Y también hay momentos.

Porque el narco que vemos hoy no es el narco que conocíamos de antes. Tras los primeros capos chinos y el abuso de las naciones primermundistas sobre las plantaciones mexicanas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, que llegaron a cambiar permisividad fronteriza por medicinas para sus soldados o por dinero para luchar contra el comunismo en América Central, los cárteles mexicanos se organizaron. Y durante muchísimo tiempo, y se dice que gracias a su pacto con el PRI, aunque cueste entenderlo; el narco no resultó una amenaza en México fuera de sus estrechísimos círculos. El territorio estaba dividido y había leyes estrictas (aunque no escritas) que impedían que los capos: uno, drogaran a la juventud mexicana; dos, pelearan entre ellos por el territorio, tres, molestaran a las familias de los otros capos de cártel; y cuatro, se enfrentaran a la población civil. Durante años, este supuesto pacto de honor y de paz impidió que el narco fuera una amenaza más allá de las balas perdidas o los atentados a periodistas y militares que luchaban contra la impunidad política y policial. Si no te metías con ellos, como se solía decir en México en aquellos días, no pasaba nada. Y es cierto que más o menos todos reconocíamos el código social que compartíamos y todos sabíamos también dónde estaban los límites que debíamos respetar. O eso creíamos. Porque, en verdad, los narcos ya en los años 60 tenían miles de esclavos trabajando en la pizca de la marihuana, compraban policías por cientos y tenían atemorizados a los indígenas del norte del país. Pero, con todo, el problema no había llegado como una amenaza a la capital. Y por desgracia, en México, esa es una seguridad de que el mundo no está completamente desbordado.
Aunque no fuera así. Porque cuando cayó el PRI y subió al poder el derechista PAN (Partido de Acción Nacional), un acto de bravura les impidió pactar con el narco (que podría ser comprendido, en aquel momento, como el equivalente español a no pactar con ETA) y decidieron sacar el ejército a la calle. El mundo en el que habíamos logrado sentirnos seguros se había radicalizado. Y eso llevó a este descontrol de violencia en el que México vive sumido hoy.
Y es curioso constatar que el momento en el que el PRI abandonó el poder –que coincide con el momento en el que se dice que los narcotraficantes se comenzaron a drogar y a romper códigos de honor y ciertos principios heredados– fuera también el momento en el que se comenzó a gestar un nuevo cártel: La Familia, que hoy se ha convertido en uno de los más sanguinarios del país, que tiene absolutamente invadido el norteño Estado de Michoacán. Porque La Familia ha sido el único cártel con una pretensión que, según ellos, va más allá de la económica, y documentos encontrados y analizados por valientes periodistas que se juegan en la vida en las investigaciones sobre el narcotráfico han demostrado que ese novedoso cártel trata de establecer una nueva ley. Otro código que regrese el narcotráfico al cauce de la obediencia y la sumisión a la jerarquía. Entre sus leyes, claro, aceptan el asesinato y la tortura, pero aseguran que buscan el control del Estado de Michoacán para conseguir la paz de sus habitantes y, sobre todo, de sus familiares.

Lolita Bosch es escritora. Su último libro es 'La familia de mi padre'

Ilustración de Javier Olivares

Más Noticias