Dominio público

Pensiones de fondo

Luis Matías López

LUIS MATÍAS LÓPEZ

03-20.jpgHay debates absurdos, pero pocos tanto como el suscitado muy a su pesar por el ministro de Trabajo cuando reconoció que tiene un fondo de pensiones privado y recomendó este instrumento de ahorro o previsión como complemento de la jubilación pública. Ha estallado una polémica ideológica allá donde, si acaso, era pertinente una discusión técnica.
Cuando desde el Gobierno se plantea prolongar dos años la edad de jubilación y ampliar el período de cómputo para el cálculo de la pensión (lo que recortaría la prestación media), Corbacho debería haber sido más prudente. Aun sin razones que lo justifiquen, se entiende que cale en parte de la sociedad la idea descabellada de que el guardián del sistema público desconfía de él. Las declaraciones incendiarias desde la oposición alientan además la inquietud por un presente difícil y un futuro incierto.
Las propuestas de PSOE y PP presentan diferencias notables en política fiscal, derechos laborales y protección social. Por muy pragmático que deba ser, un Gobierno que se proclama de izquierdas debe legislar para redistribuir la riqueza, proteger a los más desfavorecidos sin castigar a las clases medias, limitar los privilegios de las clases altas, mantener la gratuidad y calidad de servicios esenciales como la sanidad y la educación, y garantizar pensiones dignas.
El catedrático Vicenç Navarro ha publicado en Público dos lúcidos análisis que echan por tierra ideas preconcebidas como que la evolución de la pirámide poblacional amenaza la sostenibilidad del sistema público de pensiones (no hay una ley natural que obligue a que los ingresos financien las prestaciones) y que estas son generosas, comparadas con las de otros países europeos. En realidad, ni son altas ni, en ocasiones, bastan para mantener un nivel de vida digno, por lo que un recorte resultaría muy doloroso para quienes ni en sueños podrían contribuir a un fondo privado porque apenas si llegan a fin de mes.
Los fondos o planes privados de pensiones (y productos similares, como los Planes de Previsión Asegurados) no son, a priori, ni mejores ni peores que instrumentos de inversión o ahorro más convencionales, como la compra de inmuebles, los seguros de vida o capitalización, los depósitos bancarios o la Bolsa. El pecado original de muchos análisis (incluido el de Corbacho) es que asumen como acto de fe la doctrina oficial de que estos planes son un complemento de las pensiones públicas.
Los fondos acumulan, con aportaciones anuales que no pueden superar los 10.000 euros (12.500 para los mayores de 50 años), un capital que, a la jubilación o en situaciones de emergencia (enfermedad grave, desempleo...) se puede cobrar de golpe o de forma periódica. En este último caso, se asemeja a una pensión privada, temporal o vitalicia, que, unida a la estatal, reduce o elimina la brecha con los ingresos percibidos durante la vida laboral activa. Sin embargo, es factible alcanzar por otras vías un objetivo similar.

Para quien no se fíe de sí mismo, tenga capacidad de ahorro y quiera que le obliguen a hacerlo, sin posibilidad de vuelta atrás, la inversión en un fondo podría ser la más conveniente. Quienes, por el contrario, prefieran controlar sus ahorros, cuentan con un amplio abanico de opciones con diferentes grados de riesgo y resultados no necesariamente peores. De hecho, la mayoría de los planes de pensiones individuales pagan a las entidades gestoras fuertes comisiones (mucho menores en los planes en los que el promotor es la empresa) sobre los derechos consolidados. Eso lastra una rentabilidad que puede llegar a ser negativa, excepto en productos garantizados. En muchos de los otros, se han registrado fuertes pérdidas en los recientes años duros de la Bolsa, en función de su grado de exposición a la renta variable. Son minoría los planes que han batido a la inflación o a los índices bursátiles.
La gran ventaja teórica de los fondos de pensiones es la fiscalidad, ya que las aportaciones que se efectúan se deducen en la base imponible del IRPF, lo que rebaja la cuota del impuesto. Sin embargo, a la hora de la jubilación, tanto si se recupera de golpe el capital como si se percibe en forma de renta, los ingresos se suman a la base imponible, lo que, en cierta medida, compensa el beneficio inicial.
Cada caso es un mundo. Por ejemplo, un trabajador joven que se adscribe a un plan cuando tiene un sueldo pequeño o mediano, pero que logra reunir un capital importante que decide cobrar de golpe al jubilarse, podría perder más dinero en impuestos del que se ahorró en su día. Si opta por la renta, el efecto puede mitigarse o ser el contrario. Dependerá del importe de su pensión pública y de otros ingresos. En el caso de salarios y rentas altas, cuando las aportaciones puedan desgravar al tipo máximo en el IRPF (el 43%), la opción es mucho más clara, ya que esa será, en el peor de los casos, la penalización fiscal si se cobra todo el capital, y menor si se opta por la renta.
La cuestión tiene mucho de técnica, pero no es ajena a la política. Ningún partido propone eliminar los fondos de pensiones, pero hasta no hace mucho, su fiscalidad era escandalosamente favorable. Si los derechos consolidados se percibían en forma de capital, un 40% quedaba exento de tributación. Quien se adhiriese a un fondo hasta el 31 de diciembre de 1996 aún conserva esta opción para aportaciones anteriores a esa fecha y sus rendimientos, pero debe acogerse a la nueva fiscalidad para las posteriores. Aquella fórmula beneficiaba a las rentas más altas. La reforma
reintegra al Estado unos dineros especialmente preciosos en época de crisis. El mismo Gobierno socialista que eliminó esa desgravación suprimió luego el Impuesto sobre el Patrimonio, que afectaba a los más ricos. Un contrasentido que ahora lamenta.

Luis Matías López es periodista

Ilustración de Javier Olivares

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