Dominio público

Garzón, sólo un síntoma

Gonzalo Boye Tuset

GONZALO BOYE TUSET

03-27.jpgDesde que se inició la persecución contra el juez Garzón se suceden movimientos, declaraciones y luchas intestinas en lo alto del Poder Judicial que deben hacernos meditar sobre si el problema real es Garzón o si su acoso es síntoma de una enfermedad más grave: la politización de la Justicia, que debe ser abordada como problema de Estado y cuanto antes mejor, para evitar un quiebre institucional de imprevisibles consecuencias. Ningún Estado democrático y de derecho puede permitirse que uno de sus poderes, amparándose en el principio de independencia judicial, se desvincule del propio Estado del que dice formar parte.
Si la politización de la Justicia consiste en que algunos jueces, casi siempre pertenecientes a las más altas esferas del Poder Judicial y con antigüedad en la carrera (algunos incluso preconstitucionales), actúen por motivos políticos, la otra cara de la moneda la representa la judicialización de la política, es decir, el intento de los partidos políticos por resolver en vía judicial lo que no han podido ganar en las urnas y, unido a ello, la aparición de una ingente cantidad de casos de corrupción que son, justamente, los que hay que enjuiciar.
Una democracia garantiza la independencia individual de sus jueces pero no la de un poder que se alza incluso en contra de los propios intereses del Estado, llegándose a pronunciamientos tan peligrosos como el del propio presidente del CGPJ, quien afirmó que no tolerará que se diga que algunos magistrados del Supremo prevarican, como si dicha condición profesional impidiese la comisión de tales actos ilícitos. O peor aún, como si los miembros de las altas esferas de la judicatura estuviesen exentos de responsabilidad alguna: en una democracia todo y todos somos cuestionables y eso es algo que parecen olvidar quienes más alto suben en la escala de un poder, con voluntad secesionista.
Cuando existen graves casos de corrupción, en lugar de centrarse en su esclarecimiento y en la persecución de corruptos y corruptores, se buscan excusas y víctimas propiciatorias para generar una desconfianza indeseable en las instituciones del Estado; concretamente, persiguiendo a un juez por lo que representan las resoluciones que dicta, muchas contrarias a los intereses políticos de los grupos controladores de un determinado poder del Estado.
Para encontrarnos ante una tipicidad objetiva, en el delito de prevaricación habrá de cumplirse alguno de los siguientes criterios, como son: que el juez se haya inventado un hecho, que se haya inventado una norma o que se haya apartado de las reglas de interpretación de las normas establecidas en el artículo 3 del Código Civil. Nada de ello ha hecho Garzón, pero parece ser que otros, con el afán de cuadrar las cuentas políticas, sí están dispuestos a inventarse hechos, a crear Derecho o a alejarse ostensiblemente de las normas de interpretación del Derecho, y eso sí sería prevaricación.

Lo lamentable del caso contra Garzón, que no del caso Garzón, es que se están cruzando todos los límites imaginables en una democracia sin siquiera medir las consecuencias de dicha extralimitación. Se están induciendo políticamente las decisiones judiciales, cuestionando judicialmente las políticas y los actos ciudadanos más relevantes, como el votar, y todo ello con el único fin de preparar el escenario electoral para, con la fuerza de la judicatura, modificar la voluntad popular y, si no es así, tiempo al tiempo, porque esta estrategia ya la conocemos.
Este actuar de las altas esferas de la judicatura está generando daños irreparables a la imagen internacional no sólo del sistema judicial español sino, sobre todo, del sistema político y democrático del Estado. Porque fuera de nuestras fronteras no se comprende que unos pocos en un poder de pocos tengan tanto poder como para hacer lo que están haciendo ni, mucho menos, que ante decisiones discutidas se acuda, sin más, a la quema en la hoguera pública de su autor, situando al sistema judicial actual en unos parámetros históricos más acordes con Niño de Guevara que con una democracia del siglo actual.
No a todos nos gustan todas las decisiones de Garzón, pero de ahí a la prevaricación existe un trecho importante que viene perfilado por la tipicidad objetiva de la conducta que, en este caso, no se da y, por el contrario, forzar la subsunción del hecho en el derecho sí sería incardinable en la conducta a él imputada. Anular algunas de sus decisiones como ha hecho el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, incluso las erróneas (lo que sucede todos los días), no perfila la conducta como prevaricadora y, mucho menos, si se hace con claros intereses políticos.
En España existen buenos jueces, que casi nunca llegan alto, y es a ellos a quienes debemos un respeto y un apoyo porque, a diferencia de lo que piensa Dívar, un juez debe tener autoridad, no poder. Y lo triste de todo este proceso, en el cual Garzón no parece más que un síntoma, es que mientras no seamos capaces de diagnosticar la enfermedad real y buscar la medicina adecuada, el Estado seguirá padeciendo un empeoramiento tal que, para cuando decidan aplicarle un tratamiento, puede que nos encontremos ante un paciente en estado terminal. Y así, mientras en Alemania se condena al octogenario nazi Boere, en España se persigue al juez que investiga al franquismo o la corrupción, todo un paradigma de democracia.

Gonzalo Boye Tuset es abogado

Ilustración de Javier Jaén

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