Dominio público

Una nueva LOAPA

Gaspar Llamazares

GASPAR LLAMAZARES

07-13.jpgEl fallo del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut de Catalunya ha resultado, tras cuatro años de espera, una sentencia política que se inscribe en el giro a la derecha que experimenta la política en esta segunda legislatura restauradora de Rodríguez Zapatero. Restauradora como lo fuera la borbónica del bipartidismo, del prejuicio centralista y del conservadurismo económico.
No es casual la coincidencia en el tiempo de una nueva Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) y del giro conservador del Gobierno ante la crisis económica que ha provocado el rechazo de la izquierda social y política. Tampoco lo es el portazo de la Comisión Constitucional del Congreso a nuestra reivindicación de reforma de la Ley Electoral basada en el principio democrático de una persona, un voto.
Si la primera legislatura de Rodríguez Zapatero se corresponde con el cambio frente a la involución y la voluntad de régimen del PP de Aznar en mayoría absoluta en materias globales como el modelo laboral, la recentralización del Estado, la gestión nefasta del Prestige o la Guerra de Irak, ahora no estamos sólo frente a la legislatura de la crisis económica sino, sobre todo, en la de la renuncia al cambio, la crisis política y el desplome de la credibilidad del líder socialista.
Rodríguez Zapatero renunció al desarrollo federal y plurinacional del Título VIII de la Constitución, que avanzó con el Estatut catalán y se consolidó al aprobarse el Estatuto andaluz, frente a la beligerancia política y mediática de la derecha, primero en las instituciones y en la calle, para luego trasladarla a un Constitucional convertido por el PP en una tercera Cámara donde tratar de ganar lo que pierde en el Parlamento.
Esta renuncia no sólo queda en evidencia en la hegemonía de la posición conservadora en el TC con la pasividad del Gobierno, sino también en la parálisis de las iniciativas legislativas de acompañamiento (salvo la reforma del sistema de financiación). Se ha frenado la descentralización de la gestión y del Poder Judicial o la del estudio de impacto autonómico de la legislación general. En todas se han dejado desguarnecidos aspectos esenciales que luego el Constitucional ha cuestionado tanto por razones de fondo como de mera forma.
Previamente, el Gobierno había cedido ya en la elección de los magistrados constitucionales y en un funcionamiento que primó las posiciones conservadoras y centralizadoras más alejadas de la mayoría parlamentaria y de la voluntad popular.

Por todo ello, no resulta extraño que el Constitucional adoptara una sentencia política que rechaza los artículos sobre la realidad plurinacional y plurilingüe del Estado con concepciones anacrónicas sobre la "unidad indivisible de la nación española". Tampoco lo es que niegue la descentralización de las instituciones y, en particular, del Poder Judicial (primando un caduco corporativismo), ni que dificulte la clarificación, la cooperación competencial y financiera y el reconocimiento a los derechos sociales frente a la tentación expansiva de la legislación estatal, todo ello, es cierto, sin dar la razón a la enmienda a la totalidad del PP que pretendía su práctica derogación.
La sentencia es una nueva LOAPA constitucional, no ya como la aprobada en 1982 –inspirada en el ruido de sables y el terrorismo–, sino en el ruido de togas y el bipartidismo como correctivo de la fiebre federalista, frente a la voluntad de cambio de los catalanes y los españoles representada en un Congreso que giró a la izquierda y al federalismo.
El TC se ha convertido con la acción del PP y la omisión del PSOE en el órgano bipartidista garante de la interpretación conservadora de la Constitución, aunque para ello haya pagado el alto precio de perder buena parte de su legitimidad de ejercicio como órgano independiente, técnico y respetuoso de la voluntad popular y políticamente prudente con el Estado de Derecho.
El fallo no es sólo un correctivo a Catalunya del nacionalismo español, sino también a la voluntad popular y al Parlamento español y su concepción abierta del texto constitucional como modelo federalizante, donde caben la plurinacionalidad al mismo tiempo que el desarrollo de competencias, la financiación y las instituciones federales.
No se trata, como algunos argumentan, de contraponer la voluntad democrática del legislador a la del constituyente, porque nada había en el Estatut de Catalunya de ruptura constitucional. Consiste en saber si es posible una interpretación dinámica de la Constitución o si esta es una norma grabada en piedra que –en esta materia y no en otras, como nuestra cesión de soberanía a la UE– requeriría una reforma dura para dar cabida a la realidad de un Estado del siglo XXI. No se trata de volver a Ortega y Gasset para conllevar el problema de Catalunya, sino de convivir en un Estado federal, plurinacional y solidario.
El futuro no se presenta fácil. La derecha, aunque insatisfecha, ha trazado las líneas rojas del Estado autonómico, alimentando así la incomprensión, cuando no el desapego del nacionalismo catalán y del resto, reforzando a quienes piensan que la solución es la independencia. Por el contrario, a los defensores del Estatut catalán como desarrollo federalizante de la Constitución nos queda un largo camino para completar, primero, las aspiraciones de la segunda transición autonómica mediante nuevas iniciativas (Ley del Poder Judicial). Segundo, promoviendo la renovación y reforma federalizante de la composición, elección y funcionamiento del Constitucional. Y tercero, articulando un movimiento que impulse en un futuro la reforma federalista de la Constitución hoy vetada por los sectores conservadores.

Gaspar Llamazares es portavoz parlamentario de IU en el Congreso

Ilustración de Patrick Thomas

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