ALFONSO J. VILLAGÓMEZ CEBRIÁN
Ha finalizado la legislatura y no ha sido posible la renovación de las instituciones constitucionales de elección parlamentaria. Como es sabido, las Cortes Generales no han sido capaces de alcanzar un acuerdo para designar a los nuevos miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Constitucional: dos importantísimos órganos constitucionales en los que, de forma total o parcial, sus actuales componentes han agotado ya el mandato para el que en su día fueron propuestos.
No es tarea fácil la de emprender un análisis que pueda servir al lector a la hora de descifrar los motivos auténticos y las razones verdaderas que han pesado para el desencuentro final entre los dos grandes partidos nacionales. Pero, cualesquiera que fueran el peso y la solidez de la panoplia argumental utilizada para justificar la falta de entendimiento en tan relevante cuestión, el ciudadano lo que en realidad ha percibido –o se le ha hecho percibir– es que la dialéctica entre los portavoces parlamentarios de los partidos sobre los criterios para renovar un Consejo agotado y deslegitimado no escondía más que un nuevo reparto de cargos en instituciones que son clave en nuestro Estado de Derecho, y un indisimulado interés por parte de algunos dirigentes del Partido Popular en mantener el statu quo de un Consejo elegido en el año 2001.
El modelo del Estado de Derecho está invocado en la Constitución de 1978, siendo el imperio de la ley uno de sus rasgos más significativos. Sin embargo, este aspecto ha sido muy poco o nada destacado a lo largo del proceso de negociaciones de cara a la renovación institucional; proceso que ahora ha sido aplazado hasta después de las elecciones generales del 9-M. Así como tampoco parece que se haya tenido en cuenta la función que le corresponde a cada una de aquellas altas instituciones del Estado: si el Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno de nuestra judicatura, el Tribunal Constitucional es el intérprete supremo de la Carta Magna. Por tanto, el Consejo tiene el difícil cometido de disciplinar el ejercicio del poder que ejercen los jueces y, al mismo tiempo, la misión de velar por la independencia con que siempre debe ser ejercido, y el Constitucional, por su parte, resuelve los recursos que tienen por objeto directo la defensa de la Constitución y la aplicación de las garantías constitucionales.
Pues bien, el CGPJ, que ya había entrado en coma apenas nacido, lleva camino de convertirse en la única institución constitucional definitivamente frustrada. En efecto, muchas de las decisiones del máximo órgano administrativo del poder judicial, en estos últimos años, han estado condicionadas por el lastre previo de unas actuaciones zigzagueantes, cuando no agresivamente tendenciosas. De ahí que desde hace tiempo se venga reclamando una reestructuración en profundidad del funcionamiento y de las atribuciones que debe desempeñar el CGPJ, así como el establecimiento de un plazo prudencial para la renovación del órgano.
Parecía que, al menos, habíamos sido capaces de ponernos de acuerdo para pacificar la participación de los jueces en la conformación del Consejo, a través del sistema establecido en aquel mismo año 2001, es decir, que los jueces de carrera pudieran avalar a candidatos y las asociaciones judiciales designar a los suyos para que, posteriormente, fueran las Cortes Generales quienes definitivamente eligieran a los 20 vocales. Hay que destacar que en este mortecino proceso, los jueces hicieron sus deberes con diligencia, cumpliendo los fugaces plazos que se fijaron en la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, para confeccionar las propuestas asociativas y los avales de los magistrados no asociados. Por lo que la decepción ante el incumplimiento de las Cámaras para renovar el CGPJ ha sido, si cabe, mayor en esta ocasión.
El deslinde de la función esencial de cada uno de los tres poderes clásicos –legislativo, ejecutivo y judicial–, la que les da su razón de ser y su siendo en el conjunto del Estado, es nítido a veces, pero algunas no tanto. Unas instituciones por viejas y otras por nuevas han hecho necesaria la investigación de su naturaleza jurídica para averiguar cuáles son los rasgos característicos de las tareas de administrar o de juzgar que a veces se solapan, ya que la de legislar ofrece más claros contornos y menos riesgo de promiscuidad.
En este sentido, el CGPJ no ejerce la jurisdicción, y por paradójico que pueda resultar, tampoco es el Poder Judicial. Sólo los jueces y magistrados que conforman el Cuerpo único de la Carrera judicial son los que administran justicia como titulares, uno a uno o colegiadamente, del Poder Judicial; jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. Precisamente, entre otras cosas, y quizá sobre todas las cosas, el CGPJ existe para salvaguardar la independencia de los jueces, ejerciendo el Consejo sus competencias en todo el territorio nacional. De ahí que en la composición del Consejo General del Poder Judicial se deba intentar integrar todas las distintas sensibilidades y perspectivas ideológicas y territoriales que inciden sobre nuestra organización judicial.
El permanente diálogo entre el juez y el Parlamento del que habla Michael Rogovin en The illusion of certainty resulta más necesario que nunca en ocasiones como las actuales, que pueden conducir a una crisis institucional sin precedentes en nuestra democracia. Y es que no es descabellado pensar en la crisis que se puede producir si nos ponemos en el próximo mes de septiembre, cuando se celebra en el Tribunal Supremo el solemne acto de la apertura del año judicial, y las más relevantes instituciones del Estado, entre ellas el Tribunal Constitucional, todavía no están renovadas.
Alfonso J. Villagómez Cebrián es magistrado
Ilustración de Javier Olivares
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