Dominio público

La generación postislamista

Josep Borrell Fontelles

 

JOSEP BORRELL FONTELLESLa generación postislamista

La relación entre Europa y el mundo musulmán es uno de los principales temas de estudio del Instituto Universitario Europeo de Florencia, que tengo el honor de presidir.
El pasado jueves 10 de febrero enlazamos vía internet con la plaza Tahrir en El Cairo. Así pudimos contrastar en vivo los puntos de vista de profesores y estudiantes egipcios con los de los europeos.
En esos momentos se esperaba que Mubarak hiciese público su abandono del poder. Obama lo había anticipado ya, pero todos los dirigentes europeos, entre ellos Zapatero y Barroso, seguían nadando y guardando la ropa, haciendo votos por la democratización y las reformas, pero sin pedir en ningún momento que se fuera el viejo faraón.
Una de las cuestiones de nuestros interlocutores de la plaza Tahrir era precisamente esta. ¿Por qué Europa ha seguido siendo tan condescendiente con Mubarak hasta el final, sin atreverse a decir alto y fuerte que la única salida pacífica, aun llena de interrogantes, era su marcha?

El desencanto fue enorme cuando la noticia que llegó no fue que se iba, sino que se limitaba a ceder algunos poderes a su vicepresidente. Pero al acabar el videodebate, la impresión era que el Ejército, de acuerdo con EEUU, acabaría con el intento de Mubarak de seguir contra viento y marea, como así fue.
Al Ejército le corresponderá ahora mantener el orden y pilotar la evolución hacia otro sistema. En Egipto, todavía más que en Túnez, sólo el Ejército puede cumplir esa función, aunque haya grandísimas diferencias entre ambos casos.

Durante años los europeos hemos jugado al hipócrita discurso de pedir democracia a nuestros vecinos mediterráneos cuando lo único que realmente nos interesaba era que mantuviesen la estabilidad y nos preservaran del tan temido peligro islamista. Aunque fuese al precio de establecer dictaduras brutales y cleptomaniacas.
Ben Alí y Mubarak se han mantenido gracias al apoyo de los europeos porque los considerábamos, como a tantas dictaduras árabes, un dique de contención del islamismo. Pero si el partido de Ben Alí era miembro de ¡la Internacional Socialista! El que nos hayamos apresurado a expulsarlo al día siguiente de su huida no hace sino añadir el ridículo al oprobio.
Ahora la situación se compara con lo ocurrido en 1979 o 1989. Es decir, con la revolución que desa-
lojó del poder al sha de Irán o con el hundimiento del sistema dictatorial que mantenía a los países del Este de Europa bajo el imperio soviético. Las dudas y los interrogantes que se abren son enormes, pero creo que ninguna de esas dos referencias históricas es válida.

Este no es el 1989 del Norte de África. No hay un muro que derribar ni un imperio del que esas sociedades puedan liberarse. El problema son ellas mismas. Cada caso es bien particular y dudo mucho de que el efecto dominó afecte a Libia, a Siria o a Arabia Saudí. Y ni siquiera a Marruecos, aunque este país es el eslabón más débil en términos socioeconómicos y debería ser nuestra primera preocupación.
El modelo de la revolución islamista de hace 30 años tampoco tiene valor explicativo. El riesgo no es reproducir en El Cairo lo que ocurrió en Teherán, con la pérdida de poder e influencia que ello representó para EEUU. Pero todos los dictadores musulmanes han sobrevivido haciéndonos sentir este temor. Y les hemos comprado la póliza de seguro que nos ofrecían. Cuando Bush dijo aquello de conmigo o con los terroristas, Sarkozy lo tradujo en Túnez diciendo que la elección era entre un dictador amigo o
un régimen talibán cerca de casa.

Pero, para nuestra sorpresa, la gran novedad es que cuando se analiza quiénes son los protagonistas de las sublevaciones de Túnez y Egipto está claro que estamos frente a una nueva generación, la generación postislamista.
Nuestros interlocutores de la plaza Tahrir no se reclaman del islam como sus padres en los ochenta, son pragmáticos y quieren cosas concretas, acabar con la corrupción, disfrutar de la libertad y del progreso. No son seculares en el sentido europeo del término, pero trabajan en un espacio secularizado por el desarrollo del individualismo y de los medios de comunicación social.

La historia está por escribir, pero desde la caída del Muro de Berlín en 1989, la democracia había progresado un poco bastante en todas partes menos en el mundo árabe. Y, de repente, ante la sorpresa de las cancillerías europeas, la juventud musulmana expulsa a pedradas a sus dictadores corrompidos y brutales sin que los islamistas hayan jugado ningún papel clave. Como dice el profesor O. Roy, titular de nuestra Cátedra de Relaciones Trasmediterráneas, a los islamistas no se les ha visto ni se les espera en Egipto ni en Túnez. Más bien están en Pakistán
y en los barrios pobres de Europa.

La ocasión es buena para reconocer que la diplomacia europea había puesto en sordina la defensa de los derechos humanos que decimos practicar y defender, en nombre del "realismo", los intereses económicos, la estabilidad estratégica y un cierto relativismo político-cultural.
Nuestros amigos de la plaza Tahrir nos dicen que hay que llamar dictador a un dictador, con tanta más fuerza cuanto más claramente lo sea.

Por eso me deja tan desconcertado que el mismo día que Mubarak se va, sin que los europeos se lo hayamos pedido, José Bono, presidente de nuestro Parlamento, tenga a bien ir a Guinea a saludar a uno de los dictadores más corruptos y crueles de África para asegurarle que "hay más cosas que nos unen que las que nos separan".
¿De verdad? Sería una tremenda tristeza... Lo que nos une a Obiang, aparte de un ya irrelevante pasado colonial, es sólo la esperanza de compartir su pastel petrolero. Y si eso es más importante que el foso político que nos separa de ese deleznable régimen político, es que realmente no hemos aprendido nada.

Josep Borrell Fontelles es presidente del Instituto Europeo de Florencia

Ilustración de Javier Olivares

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