Dominio público

El coronavirus en un mundo sirio

Yassin Al Haj Saleh

Una familia viaja en una moto cerca de los escombros de los edificios dañados en la región siria de Jabal al-Zawiya. REUTERS / Khalil Ashawi
Una familia viaja en una moto cerca de los escombros de los edificios dañados en la región siria de Jabal al-Zawiya. REUTERS / Khalil Ashawi

Traducido por Naomí Ramírez

Hace unos días acudí a una cita para una revisión médica rutinaria en una clínica en Berlín. En la sala de espera, un auxiliar con una mascarilla que le cubría la nariz y la boca me entregó otra para mí antes de pasarme con la doctora, que también llevaba una puesta. Tardé uno o dos segundos en darme cuenta de que me la había colocado sobre los ojos y no sobre la nariz y la boca, como si mis manos "hubieran recordado" algo que habían hecho cada noche durante mi decimosexto año en la prisión de Tadmor en Siria.

En 1996 se nos obligaba a los presos políticos de distintas corrientes políticas e ideológicas a dormir con los ojos vendados, sobre el costado, y a no movernos incluso mientras dormíamos. Se supone que la mascarilla protege del espectro del coronavirus, que acecha a Berlín y al mundo entero, sembrando un terror mayor que el que generaba el espectro comunista de Marx y Engels entre la burguesía europea a mediados del siglo XIX. El nuevo señor, el rey de reyes coronado como Covid 19, es más fuerte que Trump y Putin, que Europa y que China, e incluso que los carceleros de Tadmor y Sednaya, duchos en la tortura y el asesinato.

En la presente situación de incertidumbre e imprevisibilidad, el refugiado se pregunta: ¿No hemos visto esto antes? ¿No hemos experimentado ya el aislamiento y el encierro en nuestras tierras? Vivimos juntos la crisis del coronavirus sin haber estado juntos en otras crisis, también mundiales, aunque de otra forma. No puedo vivir el tiempo del coronavirus como si no hubiera vivido otro tiempo anterior, ni puedo explicar la crisis del coronavirus sin volver a la crisis del país del que me he exiliado. Sin duda, existió un tiempo y fue excepcional y tremendamente duro, y lo peor es que sigue existiendo y renovándose a día de hoy.

Hace menos de un año, me pareció que estábamos a una gran crisis de una catástrofe mundial. Pensaba en los peligros de que el precipicio hacia el que se deslizaba Siria se extendiera a otros países más grandes, como Egipto e Irán, y no en el covid-19. No es seguro que estemos en una catástrofe mundial, pero tampoco está claro que no lo estemos, y parece que la solidaridad que no han obtenido los sirios durante nueve años está aún menos presente en las camas de los hospitales y los respiradores. Los intentos de Trump de apropiarse de una empresa alemana que fabrica vacunas contra el virus sugieren que el virus no es lo peor a lo que nos enfrentamos.

Lo que caracteriza a una crisis mundial inesperada y de rápida expansión es que en nuestros diferentes países y culturas estamos más o menos en el mismo punto en lo que respecta a nuestra ignorancia y, por tanto, necesitamos acabar con nuestro analfabetismo y aprender a leer juntos. La epidemia borra las diferencias entre los países, empezando por las fronteras, que los países intentan fortalecer, como hicieron para enfrentarse a la "crisis de los refugiados". El virus nos dice: sois el mundo; los gobiernos dicen: somos mundos separados. Ante el reto del microorganismo invisible, todos partimos de posiciones cercanas a cero, salvo si somos Slavoj Žižek, que ya ha escrito un libro mientras la mayoría seguimos juntando las primeras letras. La modestia y la apertura de miras es lo primero que necesitamos para un enfrentamiento sin precedentes, para no entrar como los generales y la izquierda occidental en la anterior guerra hasta la eternidad. Esta no es una guerra como la que Macron llegó a mencionar seis veces en su discurso del 16 de marzo o como dice también Žižek.

Lo más probable es que el paradigma de la lucha contra el terrorismo se esconda en este diagnóstico, pues está cerca de considerar a los virus como terroristas o de utilizar la lógica inversa: los terroristas son virus, algo que puede incluir a los refugiados y migrantes, especialmente musulmanes. La derecha populista en Alemania y otros lugares no se aleja de esto y su pensamiento político se traduce fácilmente en el lenguaje del contagio y la inmunidad. El exterminio, por tanto, puede ser la actuación sanitaria óptima. Bashar al-Asad habló en junio de 2011 sobre conspiraciones y gérmenes y sobre el exterminio de los gérmenes y la inmunidad del cuerpo. La biopolítica particular del médico Bashar al-Asad ha matado a más de medio millón de personas en nueve años y ha expulsado del país a más de siete millones. No es una guerra, es una epidemia, y debemos unirnos frente a ella y contra quienes no pueden pensar más que según la lógica de la guerra.

Lo segundo que hace falta en esta no-guerra es la valentía, especialmente en un mundo en el que muchos cobardes muestran sus capacidades bélicas contra quienes son mucho más débiles, un mundo cuyas guerras se han degradado a la tortura y el exterminio. No hay una "guerra contra el terrorismo", no nos engañemos. Solo existe la tortura cuyas víctimas pocas veces se limitan a los supuestos terroristas. Esta supuesta guerra ha justificado internacionalmente la tortura y ha debilitado, también internacionalmente, a la democracia. La valentía es detener este absurdo y cambiar la trayectoria.

Hoy, literalmente, evitamos encontrarnos con otros, nos aconsejan continuamente sobre ello y no está claro que pensemos en los demás o con los demás, la tercera cosa que hace falta. Tal vez el aislamiento no se grabe en nuestros cuerpos, ni tampoco esta nueva "dispersión" y quizá pronto nos despojemos del "saludo de Wuhan", ese en el que chocamos los pies al encontrarnos, pero el pánico y el aislamiento en la época del nuevo señor es la continuación del pánico y el aislamiento que lo preceden, el pánico ante el terrorismo.

Tal vez salgamos de este contratiempo sanitario mundial con grandes, o no tan grandes, pérdidas humanas (según algunas estimaciones podría ser el 1% de la población, o lo que es lo mismo, más de 70 millones de personas); sin embargo, la salud del mundo como mundo está en peligro. El coronavirus es solo una prueba de fuego que muestra su colapso, su falta de jóvenes y determinación, su rendición ante el miedo y la desesperación, su rechazo al cambio y su rechazo a aceptar los peligros de encontrarse con el otro para enfrentarse a ellos. El otro constituye un peligro, dicen los nuevos señores tribales en todas partes.

Lo que hoy hace falta es un verdadero estado de excepción, como pidió Walter Benjamin para enfrentarse a la excepción normalizada. Giorgio Agamben, al pensar en el coronavirus como un pretexto para el estado de excepción, que consideraba que ya estaba implantado de todas formas, parecía buscar la llave perdida bajo la luz (es decir, donde hay teoría) y no donde se ha perdido (donde está el problema). Eso es lo mismo que hizo Macron, que busca el virus en los terrenos de guerra, de una guerra anterior. Como sirio, sé que el problema del estado de excepción perpetuo impuesto en mi país desde el año 1963, es que nos ha privado de un verdadero estado de excepción que he sentido necesario en más de una ocasión en las últimas casi seis décadas. Si estamos de antemano en un estado de excepción, ¿qué hacemos cuando una emergencia excepcional irrumpe en nuestras vidas? Nada. La excepción prolongada deja en herencia un relajamiento prolongado y una insensibilidad intelectual y ética, y no provoca la alerta y ni hace que mantengamos los ojos abiertos.

Hace sesenta años, Hanna Arendt dijo que no se puede prever lo que sucederá en el futuro, pero podemos prometer, despojando al futuro de anonimato y miedo. También dijo que lo que sucedió en el pasado no se puede cambiar, pero podemos perdonar. En nuestro mundo suceden muchas cosas imperdonables, concretamente el trato a las personas como superfluas, como dijo la autora de Los orígenes del totalitarismo, y como han sabido un millón de sirios en Idleb tan solo durante los dos primeros meses de este año. En este mundo hay muy pocas promesas; es decir, muy poco futuro. Por ello, tal vez nos curemos del corona, pero ni el pasado retrocede, pues los que despojan de humanidad no piden el perdón de nadie, ni el futuro se expande, pues los principales actores no prometen nada. Vivimos un presente asfixiante en el que apenas nos podemos mover, como sucede a los prisioneros en los sótanos de tortura de Bashar al-Asad. El mundo está en una crisis de pérdida de rumbo y de asfixia de la imaginación. En la cárcel no hay alternativas.

El lema del club social de Porto Alegre del año 2011 era "Otro mundo es posible", sin embargo veo que la posibilidad se crea si hacemos lo que debemos hacer en situación de crisis: si nos enfadamos y cambiamos nuestras costumbres y nos comportamos con justicia, y si dejamos de resistirnos a conocer a los demás y al mundo; en definitiva, si provocamos una excepción, una verdadera diferencia frente a lo que conocemos. El suceso, como dice Rocco Ronchi provoca cambios imposibles previamente y genera verdaderas posibilidades. Esa es la "virtud" del Covid 19, según el filósofo italiano. La crisis hoy puede estar acelerándose de cara a generar nuevas posibilidades cambiantes. Si la energía generadora del suceso se pierde, probablemente estaremos frustrados durante años, tal vez durante una generación o más, en situación de crisis de pérdida de rumbo, que es el tipo de crisis adecuado para quienes prefieren un presente perpetuo; esto es, para los poderosos y ricos. Siria será el futuro del mundo si se pierde la oportunidad de crear esas posibilidades cambiantes. El verdadero estado de excepción es una revolución en la situación actual del mundo, que se asfixia a sí mismo: la salida de una crisis de pérdida de rumbo hacia donde lo permitan la sorpresa y el enfado ante el hecho de que vivimos en un presente perpetuo. No debemos volver a la cárcel del mundo de lo no alternativo, debemos "luchar contra quienes nos dirán que sigamos como antes" como dijo hace unos días Cynthia Fleury.

Y tampoco debemos colocarnos la mascarilla para tapar nuestros ojos.

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