Dominio público

Trump y la incomunicación anti-política

Víctor Sampedro

Un joven, delante de la Trump Tower, sostiene un ejemplar de 'The New York Times', cuando los resultados confirmaron la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de EEUU. REUTERS/Andrew Kelly
Un joven, delante de la Trump Tower, sostiene un ejemplar de 'The New York Times', cuando los resultados confirmaron la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de EEUU. REUTERS/Andrew Kelly

Donald Trump desveló el alcance último de su proyecto: minar la democracia hasta cuestionar su primer y último fundamento, el mandato popular expresado en las urnas.

Cabe preguntarse qué estaría ocurriendo ahora si Facebook y Twitter no hubiesen etiquetado y desmentido los primeros twits que (desde la cuenta de la Casa Blanca) invalidaban el voto por correo (en plena pandemia). ¿Cómo hubieran reaccionado grupos conspiranoicos como QAnon; cuyas cuentas, por fortuna, cerró Facebook? Y si varias cadenas de televisión no hubiesen interrumpido y refutado el segundo mensaje presidencial, ¿qué crisis afrontaría la democracia de EEUU y, por ende, en el mundo?

Se le atribuye a Trump la maestría de una mal llamada comunicación política; porque, de hecho, practica el marketing electoral sin escrúpulos. Proyecta un hiperliderazgo carismático que, dictando la realidad a su antojo, se pretende inmune a ella. Obviar la Covid-19 y su demoledor impacto ha sido el eje invisible de la campaña del aún presidente. Y ha demostrado una enorme capacidad de generar tensión y movilizar voto. Tanto, que las filas republicanas tardaron más de un día en criticar la primera alocución post-electoral de Trump. Aún bien que la realidad y los números han pesado más que los contrapesos mediáticos al Presidente.

La estrategia empresarial trumpiana consistía en declararse marca ganadora incluso estando en bancarrota, la repite ahora en el recuento de votos. Nada nuevo, pero parece olvidado. En 2016 Trump accedió a la presidencia acusando a Hillary Clinton de haber recibido millones de votos de ilegales. ¿Dividirá y polarizará aún más a la nación hasta la investidura de Joe Biden? ¿Y después? Quien produjo un reality, lucha libre norteamericana y concursos de mises ama la tensión. El show debe continuar y necesitamos entenderlo bien para desactivarlo.

Propongo refutar cinco presupuestos que parecen compartir los supuestos analistas en "comunicación política" trumpiana. La mayoría dieron por descontada su derrota calificándole de "antisistema". No reparan en que la "grave crisis institucional" que pronosticaron, cuando Trump rechazó los resultados, se arrastra desde hace décadas. La mercadotecnia electoral explota los peores sesgos cognitivos y emocionales del electorado. Ha generado tal grado de incomunicación que se niega a escuchar las urnas.

Los cuatro años de presidencia trumpiana se caracterizan por haber dificultado la conversación social entre electorados diferentes. Les privó de una realidad compartida y a la que referirse, dificultando a los medios el desmentir un incesante e inabarcable flujo de mentiras. El formateo y la guionización del relato político, transformado en reality, cautiva la atención del público. Y secuestrarlo se convirtió en el verdadero objetivo del sistema político-informativo del que Trump se benefició a medida que lo degradaba. Las redes digitales, acaparando la publicidad, acabaron controlando el modelo de negocio y conociendo las audiencias del periodismo convencional mejor que las redacciones. Y estas, habiendo renunciado a su labor de servicio público, resultan tan rehenes como nosotros de los algoritmos que gestionan la atención social.

Duele reconocer la paternidad mercadotécnica del engendro destropulista y su capacidad de contagio. Pero, según los analistas de "comunicación política", el actual gobierno español depende de Iván Redondo. Como aval está la campaña xenófoba con la que este se estrenó, asesorando a Xavier García Albiol en la alcaldía de Badalona. Y no pocos "expertos" declararon a Albert Rivera ganador del último "debate" electoral en el que esgrimió "el argumento" de un adoquín contra el procés catalán. De igual modo que en modo tertuliano comentaron como si fuese una noticia la peregrinación que Rivera, acompañado por Fernando Savater, realizó a Alsasua, convertida en último santuario etarra. Pueblo de "terroristas" al que también acudieron Pablo Casado y Eduardo Inda... y, ¿cómo no?, Vox. Todos discípulos del Trump que inició su campaña por la reeleción en Tulsa, escenario de una de las mayores masacres racistas en 1921.

Contemos, pues, los dedos de la mano que mece la cuna de la criatura que ahora nadie reconoce como propia.

Uno.- Quien gana dos veces consecutivas a los pronósticos no es un candidato antisistema. Al contrario, demuestra que rentabiliza como nadie el sistema mediático en el que se desenvuelve. La posibilidad de un colapso electoral ha evidenciado su degradación.

Donald Trump explota a la perfección unos medios y una industria tecnológica que hace tiempo decidieron representarnos en un reality. La personalización, espectacularización y dramatización del periodismo mercantilizado se viraliza mejor en las redes digitales. Y quien secuestra la atención es el valor más cotizado en el mercado de futuros electorales. La marca ganadora se impone haciéndose omnipresente. No importa la utilidad del producto o sus cualidades intrínsecas. La marca política se pone en valor con publicidad negativa. Prohibida para anunciar bienes y servicios, se ha normalizado electoralmente.

Dos.- Trump no practica la comunicación política: no deja hablar y ni siquiera escucha al censo electoral. En su último debate televisado fue preciso cerrarle el micrófono para oír a Joe Biden. Varias cadenas televisivas desmintieron en directo la segunda alocución post-electoral para no validar la anulación del recuento de votos.

Trump solo ha sembrado incomunicación anti-política: autobombo publicitario, dopado con algoritmos y macrodatos de la mercadotecnia digital. Adora Twitter porque le permite emitir unidireccionalmente, sin control ni apenas interferencias. Sin atender críticas y polarizando a sus fieles, hasta incapacitarles para la autocrítica y el diálogo.

Ese flujo constante de incomunicación destruye la empatía humana más elemental y los lazos sociales; es decir, mina los fundamentos de la política que, por degradada que sea, respeta intereses y posicionamientos ajenos buscando el acuerdo. Pudiendo imponerse, piensa Trump, ¿para qué demorar la declaración de victoria? ¿Por qué no escenificarla sin dar tregua, siendo la mercancía más apreciada por los mercaderes de la "atención"?

Tres.- Trump no ha recibido cobertura informativa, propiamente dicha. En dicho caso, no habría llegado siquiera a candidato presidencial.

Trump produce pseudoinformación: noticias que parecen serlo, pero no lo son. Ni noticias ni verdaderas. El término fake news le hace el juego. Porque fake news are no news. Apenas propaganda y relaciones públicas disfrazadas de información.

Si las noticias (que se presuponen contrastadas y veraces) hubiesen primado frente a la mercadotecnia, habrían desvelado a Trump como una marca vacía, que miente sin cesar para no incurrir en contradicciones. Ni con sus declaraciones ni con los hechos. Las marcas son también significantes flotantes, rellenables con valores contradictorios. Y recordemos que para triunfar necesitan, además de inversiones publicitarias, cobertura mediática. Los medios, presos del oficialismo, reprodujeron la pseudoinformación trumpiana y/o la denunciaron en modo fact checker. Pero entre tanto aspaviento, escándalo y desmentido no generaron el debate público e informado que habría mostrado su incompetencia, corrupción y mala fe.

Cuatro.- Trump no odia a los periodistas, si así fuese les habría expulsado de la Casa Blanca y de sus actos de campaña. Sabe que les necesita y se sirve de ellos.

Trump insulta y desprecia a los reporteros que recogen sus declaraciones o retransmiten sus eventos. Expulsa, acalla o retira el micrófono en las ruedas de prensa a los compañeros díscolos. Usa a los más conformistas, acosa a los díscolos y les denigra a todos. Transmitirán su mensaje, porque les sabe adictos a las fuentes oficiales, a la polarización y al conflicto. Y también sabe que se escudan en los gustos de una audiencia, que en el fondo desconocen y ante la que se presentan como insiders, próximos al poder. Lo contrario que Trump y su falsa figura de outsider. Presume de espontáneo y da un buen espectáculo, recaba seguidores y fondos. Mientras, se ríe del periodismo que no encuentra un modelo de negocio para aplicar el protocolo profesional con independencia y denunciar a los pseudoperiodistas que lo vulneran.

Cinco.- Trump y sus imitadores no se desempeñan en la democracia, la degradan y escenifican como un burdo remedo donde puedan presentarse como marcas ganadoras.

La pantomima democrática se llama pseudocracia: el régimen del poder de la mentira. Impera allí donde esta se normaliza como comunicado oficial y pseudoinformación. Se arroga la victoria quien expulsa al resto de concursantes del reality. Lo logra infectándonos, convirtiéndonos en viralizadores sin mascarilla de su mentira, periodistas mercenarios o públicos inconscientes del contagio que extendemos.

¿Cómo combatir la pseudocracia? Cerrando el micrófono, interrumpiendo, identificando y desmintiendo la pseudoinformación en tiempo real. Ha hecho falta asomarse al borde del colapso democrático para sacar estas lecciones. Tomen nota los expertos en comunicación política, que hasta la Fox parece entenderlas.

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