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Prejuicios peruanos del Perú, perdonen la tristeza

Rocío Silva Santisteban

Congresista del Frente Amplio y exsecretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Perú

Prejuicios peruanos del Perú, perdonen la tristeza
Una joven en el asentamiento humano de Buena Vista en el distrito de Villa María del Triunfo, en Lima, durante la cuarentena por la covid-19. Perú es uno de los países más afectados por la pandemia con más de 120.000 muertos en los últimos doce meses. Fotografía de archivo del 3 de marzo de 2021. EFE/ Paolo Aguilar

Durante los últimos cinco años el Perú ha tenido cuatro presidentes y dos congresos. La crisis política se veía venir desde la segunda vuelta electoral del 2016 y reventó en el año 2019 cuando el obstruccionismo de la mayoría congresal fujimorista Fuerza Popular llevó al Poder Ejecutivo a disolver el parlamento con el apoyo de las grandes mayorías. Fue una noche tibia del 30 de septiembre, cuando el presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar —conocido como actor y director de cine—, entró a trompicones al hemiciclo y exigió a viva voz una "cuestión de confianza" en este mismo momento. Fueron las palabras mágicas que despertaron gritos de rabia del fujimorismo. Un día después se convocaba a elecciones legislativas.

La situación previa a esa noche es compleja, pero la podría resumir como una continuidad de crisis tras crisis que vienen de una transición a la democracia completamente fallida en 2001. ¿Por qué? Porque, con la huida de Alberto Fujimori y su regreso para terminar procesado y sentenciado, el país no puso en cuestión al fujimorismo como un movimiento autócrata representado por esa especie de monarquía autoritaria que son sus herederos y activistas principales. En 2016 Keiko Fujimori pierde ante Pedro Pablo Kuczynski y desde ese momento exuda por una falsa herida abierta pensando que le "robaron la elección". Los últimos cinco años, en el Perú y con pandemia, los cuchillos han volado de un lado a otro entre acusaciones, demandas, denuncias y vacancias.

Los presidentes de mi país de los últimos 30 años son plausibles de procesos de corrupción y es muy probable que todos terminen en la cárcel

Los presidentes de mi país de los últimos 30 años son plausibles de procesos de corrupción y es muy probable que todos terminen en la cárcel. Alejandro Toledo está en prisión preventiva en Estados Unidos esperando el proceso de extradición; Alan García Pérez se tiró un balazo en la cara cuando el fiscal había llegado a su casa para detenerlo; Ollanta Humala —ahora en campaña— estuvo varios meses en prisión preventiva hasta que salió por exceso de carcelería; Pedro Pablo Kuczynski se encuentra en arresto domiciliario; y Martín Vizcarra, a la espera de que una corte de apelaciones decida sobre un pedido de 18 meses de cárcel por parte de la Fiscalía de la Nación.

Vizcarra fue el último en caer en medio de la pandemia con un 70% de aprobación. Ese lunes 9 de noviembre de 2020, por la mañana, los pocos congresistas que habíamos llegado al hemiciclo del Palacio del Congreso, no pensamos que se le vacaría (retiraría de la Presidencia) por "incapacidad moral". No existía ese ánimo hasta que Vizcarra mencionó, en su alocución ante el pleno, que pesaban denuncias de la Fiscalía contra 64 congresistas por diferentes delitos. El murmullo se fue elevando como los tambores de la novena sinfonía de Beethoven hasta reventar en 105 votos a favor de la vacancia frente a 19 en contra. Yo voté en contra por una simple razón: no podíamos poner en riesgo la estabilidad democrática frente al golpe letal que la pandemia nos había dado. El Perú, en ese momento, era el primer país en el mundo con más muertos por millón de habitantes.

Pero fuimos derrotados. Los siguientes días del efímero gobierno del entonces presidente del Congreso, Manuel Merino, terminaron en una movilización sin precedentes en todas las grandes y pequeñas ciudades del Perú y con la muerte de dos jóvenes, Inti Sotelo y Bryan Pintado, por proyectiles de armas de fuego de la policía nacional. Un dolor que aún nos acongoja. Y luego la muerte de tres obreros de la agroindustria en los inicios del gobierno de transición liderado por Francisco Sagasti.

En un país patriarcal y machista, con altos índices de violencia sexual y feminicida, la candidatura de una mujer que plantea derechos para todas y defiende la perspectiva de género, va a ser difícil.

Esos días de movilizaciones políticas de jóvenes estudiantes y ciudadanos hartos, así como de un gobierno efímero que solo atinó a la represión, fueron una pérdida de tiempo para prepararse ante una segunda ola de la covid-19 que nos ha golpeado más que la primera y con los mismos síntomas: decenas detrás de una cama UCI a la que no tienen acceso sino por decisión de médicos que escogen entre la vida y la muerte; balones de oxígeno que suben de precio al antojo de los usureros de la muerte; miles de trabajadores informales que conforman el 70% de la economía y que se lanzan a la calle con un cubrebocas de tela para intentar obtener un sustento diario.

El próximo domingo, 11 de abril, volvemos a votar. Estamos frente a un proceso electoral con 18 candidatos: la mayoría fuera de cualquier posibilidad, se presentan solo porque si no lo hacen sus partidos pierden la inscripción. En estos momentos, con la última encuesta de IPSOS del 4 de abril, podemos afirmar que se trata de una carrera de enanos con cifras de 13% para abajo. No es posible predecir un ganador.

La izquierda va dividida en tres candidaturas: la de Verónika Mendoza, con más posibilidades y un 12.4%; tras sus pasos el profesor Pedro Castillo, más radical en sus declaraciones pero conservador en sus propuestas sobre mujeres y diversidades; y finalmente, Marco Arana, con un lamentable porcentaje que forma parte de "otros". Me pregunto, ¿qué va a pasar en esta semana con la alta posibilidad de que una mujer de izquierda remonte a los otros candidatos?

El día 15 de noviembre de 2020, después de la noche fatídica en que murieron Inti y Bryan a 400 metros de las puertas del Congreso, los congresistas debíamos tomar la difícil decisión de elegir a una nueva mesa directiva cuyo presidente, hombre o mujer, pasaría a ser el primer mandatario. Tras horas de horas de discusiones, consensos y disensos, se escogió una lista única que tenía como principal objetivo parar la situación de la calle para evitar más derramamiento de sangre. A las cuatro de la tarde se decidió que la lista la presida yo, congresista que había votado en contra de la vacancia, con Francisco Sagasti, congresista por el Partido Morado, como segundo de abordo. A las siete de la noche comenzó la votación y no se llegó a la mayoría de los votos. ¿Qué pasó en esas tres horas para que los congresistas se echasen para atrás? Una campaña feroz en la que, a mí como mujer feminista de izquierda, se me acusó de todo: abortera, psicópata, asesina, roja, caviar, chavista, terrorista. Hasta los columnistas de diarios aparentemente progresistas salieron a gritar su histeria.

Esta semana es crucial para que la candidatura de izquierda con más votos pueda fortalecerse. Pero en un país patriarcal y machista, con altos índices de violencia sexual y feminicida, la candidatura de una mujer que plantea derechos para todas y defiende la perspectiva de género, va a ser difícil que surja por encima de nuestros propios prejuicios.

Nota de la autora: El título es un juego de palabras con un verso de César Vallejo.

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