Dominio público

New York, Pakistán y Barcelona

Eva Mintenig

EVA MINTENIG

dominionewyorkkblog.jpg"God bless you and your family". Fue la frase de despedida del taxista que me llevó desde el hotel en el que me alojaba hasta unos grandes almacenes, un día de la semana pasada, a las 5 de la tarde, en Nueva York. Un trayecto de apenas 15 minutos. Yo, en Barcelona, no suelo tomar taxis. Me desplazo en moto desde hace muchos años, y además, no me gusta que los taxistas me impongan su emisora de radio. Ya sé que tengo el derecho de decirles que la quiten, pero, la verdad, no necesito broncas innecesarias. Bastante tenemos con lo que tenemos.

pero en Nueva York, donde viví hace casi tres décadas, mantengo una historia de amor con los taxistas. Ellos no suelen dirigirse a ti, pero a mí me encanta hablar con ellos, y muy directamente. Les entro al trapo, y normalmente se sorprenden, y después se sueltan. Recuerdo a varios taxistas de la ciudad de los rascacielos. Desde el que me dio un gran rodeo, una noche, y me pidió que esperase un minuto mientras él compraba droga en un portal, hasta el recién llegado que no hablaba ni una palabra de inglés ni conocía la ciudad y que, por gestos, me pedía que le fuera indicando el camino que debía seguir para llegar a mi destino. Y el que más me emocionó: un hombre mayor y fornido, de pelo ralo y canoso, que se mantuvo silencioso durante todo el trayecto mientras yo le describía mis penurias económicas a mi acompañante, un amigo turista y con dinero, diciéndole que Nueva York era una ciudad muy dura para los estudiantes pobres, y que lo estaba pasando mal. Era en 1985. Cuando llegamos al lugar al que nos dirigíamos, y mientras mi amigo pagaba la carrera, el taxista se volvió hacia mí y, en perfecto castellano, me dijo que yo tenía toda la razón, que él era ruso, casado con una "niña de Rusia" española; que había sido catedrático de filosofía de la Universidad de Moscú y había escapado de su país hacía dos años, y que el llamado "sueño americano" le había decepcionado profundamente. Pensaba que el sistema político de los Estados Unidos era aún peor que la dictadura comunista de su país: un engaño. Amargado, conducía un taxi en Nueva York y llegaba muy tarde a su casa, en Queens, donde le esperaba su mujer, Pilar. Casi lloré.

Volviendo a la semana pasada. Me planté en medio de la avenida, alcé la mano y el taxi paró. Qué momento sublime, cuando el taxi te escoge y frena a tus pies, mientras te sientes ridícula y te sabes compitiendo con varios posibles usuarios con el brazo en alto en la misma esquina. Me subí y el conductor puso en marcha el taxímetro. Ni me miraba, pero, al cabo de unos minutos, le pregunté de dónde era. "Pakistán", me dijo. Inmediatamente me pregunté cómo viviría hoy un pakistaní en Nueva York, con el rollo actual de la war on terror y todo lo demás. Y le respondí: "Pues yo soy de Barcelona, España". Él sonrió, me miró a través del retrovisor y dijo que tenía algunos parientes allí. Pasé olímpicamente de hablarle de las redadas de la policía española en el barrio del Raval, de Al Qaeda y de todo lo demás, no se fuera a liar la cosa. Empezamos a hablar de la familia. Tenía 4 hijos, tres de ellos ya mayores y asentados, y un adolescente que le daba problemas. Yo también tengo un adolescente que me da problemas. Así nos hicimos amigos. Me contó que llevaba en Nueva York 22 años conduciendo un taxi, y que sus hijos mayores estaban todos en la universidad. Y ponderó: "nuestros hijos son nuestro legado, y debemos luchar por ellos". Totalmente de acuerdo. Me habló de su vida y confesó su sueño de volver en pocos años a Pakistán, aunque su familia se quedara en Nueva York. Charlamos amistosamente en medio del atasco propio de la hora punta en Midtown. Yo también le conté mi vida. No hablamos para nada de la tensión internacional, de terrorismo ni de represión política. Por eso, al final, me dijo: "God bless you and your family". Y, aunque yo no soy creyente, le respondí: "And yours too". ¿Fui una ingenua? ¿Podría ser este señor, tan simpático, miembro de una red clandestina? No lo sé, pero lo dudo, y quiero dudar. Al Qaeda existe, claro que sí, pero quizás si nos preocupásemos de saber cómo viven nuestros vecinos, no existiría.

Es una simple anécdota, pero las anécdotas, a veces, son muy ilustrativas. Después de seis años, he encontrado Nueva York mejor que nunca, sin atisbos de tensiones raciales o religiosas. Ha sido una sorpresa. Hay que viajar y ver las cosas con los propios ojos. Si hablamos con los otros, nos entendemos. No nos dejemos engañar por lo que nos cuentan. Nueva York ha aprendido la lección: sólo vi un par de soldaditos en Grand Central, el meollo de las conexiones ferroviarias de la gran ciudad. La gente va, como siempre, a su bola, esperando el próximo negocio y la oportunidad para llevarlo a cabo. Todo el mundo parece muy ocupado. Y, si se intuye algún atisbo de alerta, es el siguiente: amigos, Nueva York está muy barata.

Eva Mintenig es periodista

Ilustración de Patrick Thomas

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