Hace unas semanas pudimos asistir a un intercambio sorprendente de tuits que tuvo poca repercusión en los medios. Elon Musk, el hombre más rico del mundo, con una fortuna de 311.000 millones de dólares entablaba una "conversación" con David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Este había puesto un tuit en el que aseguraba que con el 2% de la riqueza de Musk y otros multimillonarios podría acabarse con el hambre en el mundo. Con este tuit Beasley buscaba poner de manifiesto la injusticia que supone que unos pocos individuos acumulen una riqueza semejante mientras millones de personas mueren de hambre.
Sorprendentemente, Musk contestó al tuit, y lo hizo con la arrogancia propia de los super ricos y el ánimo de un gestor de fondos (buitre): le dijo que estaba dispuesto a ofrecer esos 6.000 millones (¿Qué son 6.000 millones en una fortuna de más de 300.000 millones?) a cambio de que la ONU demostrara que este dinero serviría para acabar con el hambre en el mundo; exigía detalles de cómo se iba exactamente a invertir el dinero y, además, exigía transparencia: "Que el público vea con precisión cómo se gasta el dinero".
El director del programa de alimentos de la ONU, entonces, le dijo a Musk que podía él mismo trabajar en la ONU para supervisarlo todo y, finalmente, Musk continuó exigiendo que se publicaran los gastos actuales de la ONU y las propuestas detalladas que se quieren llevar a cabo. Musk se situaba frente a la ONU como el dueño de una gran empresa frente al director de una pequeña tienda de barrio. El intercambio producía una enorme repugnancia. Las personas de las que se hablaba eran tratadas por Musk como un producto en el que podía invertir para obtener rentabilidad en términos reputacionales o de imagen; el objeto de la conversación era si las muertes de más de 40 millones de personas merecen esa inversión o no.
Pero la conversación, exigiendo conocer al detalle las inversiones de la ONU, como si esta fuese una empresa de su propiedad y sus funcionarios sus empleados, servía también para apoyar el mensaje de la extrema derecha que pone en cuestión a cualquier organización, asociación o discurso que señale, siquiera lejanamente, la desigualdad o los efectos más terribles de esta; no digamos ya si pretende combatirlos. Y no me refiero a organizaciones revolucionarias sino a organizaciones reformistas que planteen algún tipo de justicia fiscal, como Cáritas, Save the Children, Intermon Oxfam o, directamente, la ONU o el propio estado. Es el discurso de "el Estado nos roba" y el que esparce la idea de que la desigualdad se paliará con la generosidad de los ricos que, además, son los únicos que saben gestionar. El Estado nos roba pero los multimillonarios se han hecho ricos con su trabajo, porque saben gestionar bien. Ese discurso ha calado; y ese es el mayor problema que tenemos.
Según los ricos van conquistando una parte más grande del pastel su avaricia se acrecienta, quieren más, lo quieren todo; y así se empequeñece cada vez más el espacio de la política, de cualquier intento de redistribución o política siquiera socialdemócrata. Bernie Sanders escribió este tuit: "Tenemos que exigir que los extremadamente ricos paguen su parte justa". Y Elon Musk le respondió: "No dejo de olvidar que sigues vivo". Este intercambio muestra dónde estamos: se pretende la muerte social, mediática, legal, el enterramiento de cualquier razonamiento igualitario, se pretende no permitir siquiera que dicho razonamiento o discurso se pronuncie. Al PSOE le dejan hacer mientras no cuestione el mecanismo fundamental que permite ingentes transferencias de lo público a lo privado y mientras no proponga una auténtica reforma fiscal. Al PSOE se le permite gestionar la miseria. Ahí es donde nos movemos.
Los ricos son cada vez más ricos, los pobres más pobres y las condiciones de vida de la mayoría se degradan. Ahora mismo, la política de la derecha sólo tiene tres objetivos: pagar menos impuestos o ninguno, atraer transferencias de dinero público hacia las grandes fortunas y poder poner este dinero a salvo de los impuestos que aun quedan. Se ha construido todo un sistema para poder hacer esto no sólo legalmente sino, además, con la aquiescencia de la mayoría para lo que se utiliza todo el sistema mediático y cultural. En Madrid ha quedado meridianamente claro con el pacto PP-Vox para los presupuestos. A la hora de la verdad, el acuerdo de presupuestos cerrado con Ayuso incluye muchas no-medidas y dos medidas: transferir dinero público a espuertas a los empresarios de la educación y la sanidad. También se le da un millón de euros al antiabortismo, pero no porque les importe nada el aborto (las ricas siempre han abortado con total naturalidad) sino porque en realidad, las guerras culturales es lo que permite a la derecha ampliar su base social que de otra manera sería escasa; al fin y al cabo, ricos no hay muchos.
Sabemos todo esto y cómo funciona, lo que no tenemos claro es qué hacer para combatir ese discurso que tiene detrás un ingente aparato de lawfare judicial, de propaganda, político... para sustentarlo. Es complicado hacer frente a esto y reconocerlo no es dar la batalla por perdida. Hay que trabajar sabiendo que esto existe. Tampoco creo que baste con presentar un proyecto solvente que dé solución a los problemas de la gente, como decía aquí mismo Elizabeth Duval. En realidad, con todos nuestros errores, no es verdad que no tengamos un proyecto. Lo que no sabemos es cómo convencer a la gente de que lo vote, de que lo prefiera. Decía el otro día Jorge Tamames que los datos económicos no se traducen en decisiones de voto. Tampoco lo hacen las condiciones de vida. Ambas cosas (que son la misma) se traducen, por ahora, en otras cosas: en abandono del trabajo (como en EE.UU), en abstención masiva o en rabia que explota de maneras variadas, entre otras en votos a opciones extremas.
Nunca he creído que los que no votan a las opciones que presentan proyectos que mejorarían sus vidas sean tontos o fachas. Estuve el otro día con unas amigas de toda la vida. Gente formada, universitaria, de izquierdas, con acceso a toda la información; ni tontas ni fachas y sin embargo no se habían vacunado y me lo argumentaban. Tenían argumentos complejos pero, simplificando, sostenían que se nos negaba la verdadera información, que había una conspiración mundial y que Soros tenía mucha culpa de ello.
Entre la situación objetiva de una persona y la elección de la papeleta de voto hay un universo de sentido que aun no hemos descifrado del todo y en el que juegan un papel fundamental la comunicación y cómo se transmite hoy; pero también hay teclas en la subjetividad de las personas que son complicadas de comprender del todo y que no hemos aprendido a tocar; en todas nosotras queda algo de pensamiento mágico enmascarado (es humano) y hay algunas variables incontrolables también. Pero lo que también sabemos es que si esta escalada sigue así, si la riqueza del mundo se sigue concentrado cada vez en menos manos, si no hay mecanismos de justicia distributiva, acabará estallando. Siempre ha sido así. La rabia terminará estallando, tenemos que ver cómo hacer para convertirla en votos. Nada está decidido aún.
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