Hacia 1909, en un artículo titulado Jueces, el gran escritor hispano-paraguayo Rafael Barrett se resignaba a que allí donde "giran grandes intereses, políticos y sociales", todo se decide "por el más fuerte", de manera que -añadía- "sólo en las cuestiones insignificantes observamos esa aparente regularidad que llamamos justicia". El Estado de Derecho y la democracia consisten precisamente en extender esa "regularidad" desde los asuntos pequeños, donde los débiles aún pueden esperar alguna satisfacción, hasta los más grandes, esos que deciden las vidas de los ciudadanos. Puede decirse que esa tarea sigue parcialmente pendiente. Por mucho que hayamos avanzado desde 1909, todos los españoles somos conscientes en el año 2022 de que, a medida que se abandona el patio de casa y se asciende hacia el tejado, la "regularidad llamada justicia" se vuelve más difícil o, si se quiere, más irregular.
En España, donde la propia composición del Consejo General del Poder Judicial politiza de raíz la justicia y donde la Policía tiene porra, una ley que la libera y protege de los ciudadanos -sí- y poca formación democrática, es más fácil confiar en los jueces cuando se trata de un robo entre vecinos o de una puñalada trapera que de un caso de corrupción institucional; y más fácil confiar en la Policía cuando tiene que reprimir una reyerta que cuando tiene que reprimirse a sí misma en una manifestación en Lavapiés. Los buenos jueces y los buenos policías están, por así decirlo, en "provincias"; nunca en la "capital"; o llegan a la "capital" mediante filtros de orden partidista y trastero. Esta regularidad selectiva, ceñida solo a lo más pequeño, es lo que se conoce con otro nombre como "doble rasero". El "doble rasero", en España, es de clase, de linaje político y de tradición. A mayor "doble rasero", digamos, mayor politización, y a mayor politización, menos democracia y menos Estado de Derecho. No cabe quizás imaginar ningún otro mundo posible en el que la "regularidad" se extienda, en coincidencia plena, desde los cordones de los zapatos a las diademas, pero la "justicia" sólo puede ser concebida como esa extensión universal de la "regularidad" menuda: la igualdad de todos ante la ley. Cada centímetro ganado en esa dirección nos protege de las tinieblas; cada centímetro perdido nos hace universalmente vulnerables.
Que mucha gente en España tenga en 2022 una concepción de la justicia y de la Policía muy parecida a la de Barrett en 1909 no es fruto de la manipulación y la propaganda. Hemos visto expulsar del Parlamento a Alberto Rodríguez, condenado en un juicio manifiestamente no garantista; hemos visto juzgada a Isa Serra por oponerse de manera pacífica a un desahucio; hemos visto a los independentistas catalanes encarcelados por un tipo penal desaforado; hemos visto juzgados y condenados a titiriteros, raperos y actores; hemos visto golpear con saña a huelguistas en Cádiz y manifestantes de izquierdas en Madrid -mientras la extrema derecha, por ejemplo, violando todas las medidas sanitarias, salía a la calle ruidosamente en el barrio de Salamanca sin obstáculos ni penalizaciones. El "doble rasero" existe y es indignante. Hay que luchar contra él. Pero hay que tener cuidado, me parece, para no contribuir, sin quererlo, a la zapa generalizada de la democracia.
Hay que tener cuidado, en efecto, para no confundir el "doble rasero" con el "agravio comparativo". En derecho laboral el "agravio comparativo" implica la reclamación, verbigracia, de un trato salarial semejante para aquel que, en igualdad de condiciones, recibe menos salario; se pide, en consecuencia, ser tratado mejor, a la medida del vértice más favorable. A veces uno tiene la impresión, al contrario, de que cuando la izquierda denuncia con razón los "dobles raseros" no está reclamando más justicia para todos sino aceptando como inevitable un desfavorable régimen de injusticia, al que, con errada vocación igualitaria, reclama que trate a todos igualmente mal. Tras el asalto al Ayuntamiento de Lorca, por ejemplo, llamaba la atención la ira en las redes, dirigida menos contra los asaltantes que contra los policías y los jueces, a los que se exigía, incluso antes de cualquier reacción por su parte, la aplicación de penas que nos escandalizarían, y de hecho nos escandalizan, cuando se aplican -con dudoso ajuste al Estado de Derecho- a independentistas o activistas de izquierdas. Denunciar el "doble rasero" no puede consistir en reivindicar injusticia equivalente para todos.
Decía que la justicia consiste en extender a la "capital" la regularidad solo vigente "en provincias": la igualdad universal ante la ley. Hay que preguntarse -ahora bien- de qué ley estamos hablando. El régimen franquista tenía leyes y era, de hecho, hipernómico; y lo que se le puede reprochar no es que las aplicara -también lo hacía- con "doble rasero" sino su existencia misma. A menudo nos olvidamos, en efecto, de que lo que debemos perseguir no es la igualdad ante la ley sino la igualdad ante una ley justa y democrática. Si la ley no es justa -como ocurre hoy en el caso muy evidente de la Ley Mordaza- se trata de denunciar y cambiar la ley, no de que se aplique por igual a nuestros amigos y a nuestros enemigos. La izquierda critica a veces el "doble rasero" de un modo tan torpe, impotente y dolido que parece estar pidiendo la corrección de un "agravio comparativo al revés": pidiendo -es decir- la homogeneización en el mal, como si alguien, frente a la subida de salario de un compañero de oficina, acudiera a Magistratura del Trabajo a pedir que se lo bajasen de nuevo. Yo no quiero que a los asaltantes del Ayuntamiento de Lorca los condenen a 20 años por "rebelión" porque no creo que ni a ellos, ni a los procesistas catalanes, se les pueda aplicar un tipo penal que no debería existir; y no quiero que multen o metan en la cárcel a un facha que ha contado un chiste racista o ha hecho una broma machista porque no quiero que nadie esté en la cárcel por hablar, cantar o reírse.
Aceptar un marco de "irregularidad" como natural e inevitable -que es lo que hacemos cuando reclamamos para nuestros enemigos las mismas penas injustas que han aplicado a nuestros amigos- constituye un gesto tan peligroso como absurdo. Es absurdo: estamos pidiendo injusticia para todos sin darnos cuenta de que la injusticia consiste precisamente en reproducir ese "doble rasero" -de clase, de linaje político y de tradición- que nos perjudica. Es también peligroso: porque de esa manera nos desentendemos de la justicia concebida como regularidad democrática y estado de Derecho, aplicable por igual a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Naturalizamos, de hecho, la lógica partidista de la politización de los tribunales, y nos sumamos mentalmente a esta suspensión de facto de la división de poderes, introduciendo la oposición schmittiana amigo/enemigo: renunciamos, pues, a extender la regularidad desde los zapatos a las diademas para pasar a coleccionar "nuestros" jueces y "nuestros" policías a la espera de un cambio en la relación de fuerzas.
La pugna en torno al Tribunal Supremo refleja y expande esa lógica nefasta, inscrita en el corazón mismo del régimen del 78. En democracia no puede haber "nuestros" jueces y "sus" jueces, como no hay "su" moral y la "nuestra", según un título famoso de Trotsky. Reclamar injusticia para todos, no lo olvidemos, supone reclamar injusticia para uno mismo y supone, además, asumir un marco de irregularidad irresistible con el propósito o la esperanza de ocupar en él, algún día, una posición de dominio. La democracia y el Estado de Derecho en España siguen siendo tan pobres que sólo nos permiten, si tenemos el poder, utilizar la irregularidad en nuestro favor; si no lo tenemos, pedir igualdad para todos en los malos tratos y en las malas leyes. La politización de la justicia y la judicialización de la política, tan evidentes hoy y tan destructivos, proceden de ese manantial subterráneo oculto en nuestro sistema.
No se trata de apropiarse de ese marco. Se trata, al contrario, de cuestionarlo una y otra vez; es decir, de cambiar las leyes para asegurar la independencia judicial y la independencia policial, de denunciar los "dobles raseros" sin punitivismos revanchistas autolesivos y de no alimentar y, aún más, de desactivar el populismo penal -palos para todos- que riega y fortalece los discursos de la derecha. Y de recordar que la mayor parte de los cambios significativos -los que permiten luego transformaciones legales- se hacen al margen de la ley, lejos de los tribunales: en los bares, en las camas, en los centros de trabajo, en los hospitales, en las escuelas, en los barrios.
Cuidado con lo que pedimos porque nos lo pueden dar.
Comentarios
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