Dominio público

Rebeldes despechados

Santiago Alba Rico

Escritor y filósofo

Rebeldes despechados
El líder de Más País, Íñigo Errejón y la vicepresidenta segunda y Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, presentan la Comisión de expertos que analiza la repercusión de la precariedad laboral en la salud mental de las personas trabajadoras.- Ricardo Rubio / Europa Press

No hay nada más inquietante y destructivo que la imagen del "amante despechado": el que pone todas sus esperanzas en un objeto de deseo, lo defiende con pasión y excusa todas sus faltas, acaba acuchillándolo al pie del pedestal del que ha sido derribado. No hay dolor más inmenso, más puro ni más contaminante. El que ama y no es correspondido no solo odia al amado sino que deja de amarse a sí mismo y deja de amar el mundo común. "Correspondencia" es un término que suele utilizarse en filosofía para referirse a la "verdad" como conexión entre la palabra y la cosa; cuando el mundo ya no "responde", cuando ya no se "corresponde" con mi deseo, todo se vuelve mentira. La máxima ilusión suele ser muchas veces la víspera del máximo cinismo.

Estamos, si se quiere, en el "momento" histórico del amor despechado. Hace diez años -un poquito más- un ciclo de renovación democrática cruzó el espinazo del planeta: las revoluciones árabes, el 15M, Ocuppy Wall Street, Gezi. La ilusión de un nuevo comienzo, desligado de tradiciones muertas y geopolíticas tiránicas, se apoderó de toda una generación. Eso, en realidad, es lo que llamamos amor. En España, tras la inesperada ocupación de las plazas en 2011, se creyó poder "asaltar los cielos" o al menos tocarlo con los dedos; y esa esperanza fue acompañada de discursos de embriaguez sentimental, de llamadas a los cuidados, de subidones de empatía general. Fue muy bonito y no hay que pedir perdón. Ahora bien, truncado y hasta invertido ese impulso, ni el malestar ni la rebeldía han cedido: todas sus causas se mantienen encendidas e incluso avivadas.  El amor despechado funciona precisamente así. A un ciclo de rebeldía basado en la ilusión sigue un ciclo de rebeldía basado en la reacción y en el rencor. Todas las luchas, sí, incluso las más nobles, se han vuelto reaccionarias y un poco rencorosas. Vemos esta "reacción", desde luego, en el nuevo destropopulismo cristalizado en Vox, con su antifeminismo cavernícola y su violento racismo cultural; pero lo vemos también en cierto feminismo -terf o antiterf- necesitado de mucha identidad y poco pensamiento, en el retorno de un izquierdismo negativo aferrado a binarismos épicos, en las polémicas tuiteras sobre la "cultura de la cancelación". Lo vemos -y aquí el llamado rojipardismo revela justamente su transversalidad- en la nostalgia de un mundo de frases hechas y enemigos manufacturados: su expresión más clara y dolorosa es estos días la guerra de Ucrania. Hoy todas las luchas, a derecha e izquierda, son al mismo tiempo -o sobre todo- "síntomas". No luchamos: nos confesamos.

Hace poco, releyendo por enésima vez El corazón es un cazador solitario, me llamaba la atención, por contraste, la delicada limpieza del mundo que Carson McCullers construyó con apenas veinticuatro años. Sus personajes son atravesados por su época -la de la crisis económica y el comienzo de la II Guerra Mundial- pero se mueven en ella sin ningún cinismo. La época es malvada, pero sus personajes no. Están dolidos, rabiosos, confundidos, solos; ninguno complacido en su malestar o su impotencia. Ninguno busca refugio, alivio o reconocimiento en un "me too" reprobatorio o reivindicativo. Paradójicamente nuestra época, mucho más benigna -por ahora- que la descrita por McCullers, produce, sin embargo, obras de ficción repletas de personajes malvados y crueles que utilizan narrativamente la conciencia de su propia maldad, centelleante en torno a las cabezas como un aura de santidad. Pienso, por ejemplo, en la serie Fargo, más violenta aún que la película de los Cohen, en la que los más abominables asesinos resultan fascinantes, entre otras razones, porque en algún momento, antes de volver a matar, cuentan a sus propias víctimas una enrevesada y trágica historia infantil: a mí también me violó mi padre, yo también vi morir a mi hermano a manos de un sádico chiflado, yo también fui un niño despreciado, golpeado, encerrado, traicionado. El "me too", que comenzó como visibilización de una específica violencia silenciada, se ha extendido a todos los campos, a modo de privatización fatalista del malestar general. Todos estamos obligados, de algún modo, a "haber tenido" una infancia desgraciada, unos padres divorciados, un trauma familiar insuperable. Nadie se mueve ya en su época, como hacían los personajes de McCullers, con ceguera ingenua, autonomía y esperanza; todos llevamos con nosotros, a todas partes, nuestra conciencia desdichada. Hoy no hay ni siquiera malentendidos, como los que se cruzan entre Singer, Mick, Jack, Copeland y Biff. No es el triunfo del psicoanálisis, no; es el triunfo del cinismo. La "reacción" y el "rencor" del despecho colectivo buscan en el ámbito privado una compensación narcisista y un determinismo salvífico: es que "me han dibujado así". Si no tengo nada, tengo al menos un horror personal que contar. Las generaciones que han tenido quizás los mejores padres, los mejores cuidados y los mejores recursos de la historia se engolosinan, en la ficción y en el discurso, en este "me too" de sombras acechantes y sótanos sangrientos. No es fascinación por el mal; es la autoafirmación del amante despechado no correspondido por el mundo. Es soledad sin más ventanas que las pantallas de los móviles y los ordenadores. Es búsqueda de la salvación personal a través del victimismo y fuera de la historia.

Las luchas, decía, son síntomas; la negrura narcisista también. Que la rebeldía sea hoy reacción y rencor, en lugar de ilusión y esperanza, quiere decir que hay que tener cuidado con no forzar el discurso, de manera impostada, en dirección contraria. Digo esto porque me ha gustado mucho ver a Íñigo Errejón y Yolanda Díaz, que solo un malentendido puede imaginar distantes o enfrentados, compartiendo una conversación. Pero no me hago ilusiones; ni quiero que me ilusionen; me da una pereza infinita, lo confieso, ilusionarme. Estamos en el "momento despechado", no en el de la ilusión; y cualquier iniciativa de recuperación de la izquierda y de enderezamiento del clinamen inquietante en el que hemos entrado debe tener en cuenta este estado de ánimo. Los que hemos vivido la reversión traumática de las esperanzas (las de asaltar o al menos tocar el cielo) no nos vamos a ilusionar, pero queremos pasar de la reacción a la acción; los más jóvenes, madurados en la conciencia de un incumplimiento de promesas general, necesitan por su parte un "me too" positivo y colectivo: yo también estuve ahí, yo también hice eso a tu lado. Nadie nos va a ilusionar -ni a unos ni a otros- con la "unidad de la izquierda". Pensemos más bien en costuras, remiendos, enganches, federaciones que, en medio del reaccionarismo identitario que permea hasta los más nobles de los espacios, nos proporcionen una maceta -si no un bancal- donde prender algún proyecto común y alguna pequeña victoria compartida. Ni ilusión ni cinismo: realismo, ingenuidad, imaginación.

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