Europa contiene la respiración ante la cuestión del gas. El cierre por mantenimiento del gasoducto NS1 ha creado un estado de pánico en Alemania: se teme que Rusia decida no reabrirlo para incrementar la presión sobre el continente, y que la situación económica, por ahora desconcertante, pueda empeorar con rapidez. En Europa se habla cada vez menos de armas o sanciones y se busca soluciones a toda velocidad para preparar la llegada del invierno. La batalla geopolítica por acumular reservas centra ahora todos los esfuerzos. Pasan los siglos y el continente vuelve a encontrarse con el fantasma del general invierno.
La caída de Boris Johnson, y la crisis de gobierno en Italia dan prueba de la inestabilidad creciente que afecta la política europea, que ha entrado en casi todos los países en una fase de desgaste. Ese desgaste afecta tanto a la opinión pública, que empieza a favorecer un acuerdo de paz aunque implique importantes cesiones a Rusia, como a las élites políticas, cada vez más nerviosas ante los efectos en cadena que tendrá el previsible deterioro de la situación. Es evidente que Europa no previó las consecuencias de una guerra de larga duración: el efecto boomerang de las sanciones, la desestabilización política interna, el retorno de la geopolítica más cruda —guerras que se deciden por el gas, por el diésel, por el control de los puertos y las vías comerciales, por el hambre—.
Todo esto era previsible ya en el comienzo del conflicto. Pero en cada uno de esos frentes, la realidad es que en estos meses la UE no ha conseguido conformar posiciones de fuerza ni bloques de alianzas suficientes para condicionar realmente el desarrollo de la guerra. Los golpes en el pecho de la cumbre de la OTAN no tapan el enorme silencio a su alrededor, la pérdida de influencia entre las potencias regionales, la multiplicación de las dudas sobre el futuro de Washington y de su política exterior. Un titular de Foreign Policy lo resumía hace poco con una frialdad pasmosa: China quiere evitar hacer nada que interrumpa el proceso de declive de los Estados Unidos. Europa ni se ha preguntado por su papel en esa foto. Nada de todo esto ayuda a disipar las dudas sobre la posición de vulnerabilidad y dependencia de la UE.
En ese panorama sobresale Alemania. Hace apenas unos meses se despidió a Merkel con un coro prácticamente unánime de halagos y nostalgia anticipada. Hoy su legado tiene forma de catástrofe, aunque casi nadie se atreva a pedir explicaciones por ello. Como apuntó hace poco Claudi Pérez, el modelo industrial alemán estaba construido sobre la disponibilidad de energía barata proveniente de Rusia. El superávit comercial de Alemania inundó de liquidez la eurozona, profundizando en una lógica perversa por la que las economías del norte crecían gracias a sus exportaciones y las del sur, gracias a la disponibilidad de deuda barata. Cuando las burbujas estallaron, los capitales del norte fueron rescatados, y las economías de la periferia disciplinadas por medio de la austeridad —con un coste económico y social de proporciones inimaginables—. Todo aquello se legitimaba con un discurso moral por el que cada cual debía hacerse "responsable" de sus decisiones en el pasado.
¿Y ahora qué? Ahora las decisiones irresponsables de Alemania suponen un problema de gravedad extraordinaria para todo el continente. En estos días en las redes sociales ha habido cierto regodeo con la situación, aplicando los mismos argumentos que el entonces ministro alemán de Finanzas Wolfgang Schäuble lanzó hace diez años contra sus vecinos del Sur al lamentable estado actual de la economía alemana (el resumen vendría a ser algo así: que vendan la puerta de Brandenburgo para financiar el gas, como sugirieron entonces con las islas griegas). La realidad es que, a diferencia de lo que sucedió con la austeridad, hoy las consecuencias de esta quiebra sí las pagaremos entre todos. La hegemonía europea de Alemania se cimentaba en un mundo que ya no existe: el de los mercados abiertos, la energía barata, el doble juego entre el atlantismo y las exportaciones a China, una UE que se ocupaba casi exclusivamente de proteger la "competencia", mantener la inflación a raya y disciplinar las cuentas de los Estados. El resto de países europeos debieron adaptar sus economías, sus sistemas políticos, hasta sus Constituciones, para ocupar el lugar que les correspondía en ese engranaje.
Hoy nos toca rehacer ese modelo bajo la presión de la mayor crisis geopolítica en cuarenta años, con una inflación desbocada y teniendo que improvisar el uso de herramientas fiscales y de planificación económica que o no existían, o fueron abandonadas, o estaban directamente prohibidas bajo los criterios de Maastricht y de Lisboa. Hay algo desolador en esta imagen de Europa intentando llenar las reservas de gas a toda velocidad para sobrevivir al invierno, porque se trata en realidad de un daño esencialmente auto-infligido (por aquí tenemos nuestra propia declinación de la pregunta: ¿Por qué, a diferencia de otros países europeos, no tenemos campeones nacionales en el ámbito de la energía? ¿Nos otorgaría una ventaja tenerlos en esta crisis? ¿En nombre de qué exactamente renunciamos a ello?). Es importante darse cuenta y construir políticamente a partir de esta certeza: la idea de que sólo el mercado regularía el destino político de Europa está llevando el continente a la lona. En el mundo hacia el que vamos, quien no disponga de herramientas políticas suficientes para intervenir en la economía no tendrá casi nada que hacer. El futuro de la democracia europea, de hecho, depende en gran medida de esa capacidad de reacción. Más nos vale tenerlo claro y darnos prisa.
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