Dominio público

El abismo de la irrelevancia

Noelia Adánez

Pixabay
Numerosas cámaras de televisión se arremolinan en plena calle.- Pixabay

En agosto todo se enlentece. Madrid -desde donde escribo- siempre furiosamente atareada, parece estos días más leve y recogida. Es un buen mes para volver a una pregunta tan recurrente como aparentemente estéril. Por qué prestamos atención, invertimos nuestro tiempo y dedicamos energía a desmontar las opiniones irrelevantes que se difunden desde algunos medios y se amplifican a través de redes sociales. Por qué sentimos esta morbosa necesidad de leer y escuchar lo que piensan personas que, a lo sumo, merecen nuestro respeto por su condición de tales, pero cuyo punto de vista es completamente irrelevante cuando se trata de dilucidar cuestiones de tanta importancia como la emergencia climática, la educación pública, las condiciones de vida de los jóvenes, la pandemia o la guerra en Ucrania, por poner algunos ejemplos.

Sabemos que las redes sociales, junto con las crisis del periodismo, han elevado a categoría de información y conocimiento lo que solo es espectáculo y frivolidad. Sabemos también que vivimos una época de regresión ideológica, de desgaste de un paradigma y de un modelo de convivencia que descansaba formalmente en la democracia institucional y la cultura de los derechos humanos. Nuestro mundo está tan revuelto como lo estuvo el de otras comunidades en momentos pretéritos de la Historia. Otras y otros, antes que nosotras, experimentaron esta misma sensación de cambio acelerado, de deriva catastrófica. No somos las primeras que sentimos que se ha perdido el sentido, que la distopía se ha hecho carne y que nos han robado el mañana. Por eso mismo tampoco somos las primeras que, ante semejante panorama, nos sentimos tentadas de esconder la cabeza bajo el ala y reprimir el vuelo; ciegas, sordas y mudas frente a todo, quietas, deseamos permanecer al ralentí porque nos parece que no podemos hacer ninguna otra cosa.

Lo extraordinario del momento presente es que, en lugar de buscar consuelo refugiándonos en la banalidad -en cualquier de sus formatos y presentaciones-, estemos tan enganchadas a la irrelevancia, tan pendientes del revuelo inducido por informaciones falsas, opiniones absurdas, salidas de tono de políticas que han hecho de la manipulación, la mentira y el espectáculo su seña de identidad.

Porque una cosa es la banalidad, la trivialidad y la ligereza frente al desasosiego colectivo y otra, muy diferente, la atribución de importancia a lo que no la tiene como forma de distraer la atención de lo que de verdad importa.

¿Qué importancia tiene la opinión de un negacionista sobre el cambio climático? ¿Seguro que nos provoca una reacción de rechazo genuino lo que piensa un académico de la lengua sobre la educación pública? Me refiero a... ¿realmente esa opinión nos afecta? ¿Es tan honda la repulsa que suscita el parecer de una tertuliana sobre la situación de los jóvenes en España y su dificultad para acceder a la vivienda?

Todo el mundo tiene perfecto derecho a expresar sus puntos de vista y pareceres y nosotras deberíamos, a pesar del agotamiento y el desgaste y a pesar de la asombrosa potencia de la economía de la atención, tener la inteligencia de otorgarles la importancia que tienen, que es ninguna. Lo que personas que carecen de un cierto grado contrastable de conocimiento experto piensen acerca de cuestiones fundamentales que afectan a las vidas de las mayorías sociales no tiene nada que ver con lo que hasta no hace mucho tiempo llamábamos debate público.

No hay debate público cuando se habla sobre cambio climático en términos negacionistas porque, sencillamente, frente al cambio climático no hay más debate que el que confronta a la sociedad con las distintas medidas y estrategias que se deben adoptar para atajarlo.

No hay debate público sobre educación pública cuando se parte de la desinformación, se manipulan los hechos para llegar a conclusiones tan elitistas y desfasadas como ajenas a los verdaderos problemas de un asunto de tanta trascendencia para el futuro de un país.

No se está promoviendo el debate público sobre la situación de los jóvenes en España cuando se exponen las opiniones propias a partir de sensaciones personales y experiencias individuales en las que las mayorías sociales jamás van a estar representadas.

Mientras aumentan los macroincendios, disminuye la inversión en educación en las autonomías gobernadas por las derechas y baja la natalidad en España, nosotras nos enganchamos a opiniones irrelevantes como quien, a pesar de sufrir vértigo, mira con los ojos desquijarados el abismo en lugar de buscar el modo de volver al suelo.

Hay que echar pie a tierra y agosto es tan buen mes como cualquier otro para hacerlo.

Más Noticias