Dominio público

Así se curan las heridas del terrorismo: que la memoria pública vuele libre

Pablo Romero

Guardo en casa un caballo con alas, hecho en bronce y pintado de verde, como recuerdo a un reconocimiento que nunca pensé merecer. Esa estatua corresponde al Premio Ondas que gané en 2018 por narrar Las tres muertes de mi padre. Aquel relato sonoro sigue vivo y, ojalá, sirva durante muchos años más para describir cómo el Estado nos utilizó y manipuló a todos con la excusa de ETA. Por eso lo voy a donar.

Premio Ondas
Premio Ondas

Ya no quiero guardar ese precioso Pegaso en casa porque no es mío, sino de todos y todas. Próximamente lo voy a dejar en depósito en el Museo del Memorial Víctimas del Terrorismo de Vitoria-Gasteiz.

Allí compartirá espacio con el monopatín del héroe Ignacio Echeverría (no imagino mayor honor), también con la historia viva de ETA, los GAL, el GRAPO, el terrorismo yihadista, el recuerdo de pioneras como Ana María Vidal-Abarca, y muchos otros objetos que componen la memoria de las consecuencias del MAL (en mayúsculas) con pretexto político.

¿Existe algún lugar mejor para esta estatuilla y lo que significa?

El ingente trabajo del equipo que dirige Florencio Domínguez, periodista y director del centro, me empujan a ceder esta bella estatua porque sé que allí tendrá un sentido infinitamente más importante que dejarlo en una estantería de casa; ojalá contribuya a la construcción de nuestra memoria.

Ojalá mayores y, sobre todo, lo más jóvenes descubran (quizá con asombro) cómo era este país aterrorizado hasta hace muy poco.

Escribo este texto con el ánimo sereno pero con los ojos rojos. Sigue sin entrarme en la cabeza que ETA sea todavía un argumento político en vergonzantes declaraciones mediáticas y (lo que es peor) parlamentarias. Sin embargo, la historia real del terrorismo y la violencia en los últimos 70 años en las aulas ni está, ni se las espera.

¿Qué estamos haciendo?

Si queremos educar a nuestros jóvenes en la paz es esencial que conozcan la violencia que hubo, para que comprendan la que hay y estén prevenidos por la que puede llegar a volver.

Si eliminan de la memoria pública esa violencia y ese dolor (que condicionaron todo lo que somos ahora) será muy fácil volver a caer de nuevo en las armas en lugar de las palabras, en las amenazas en lugar de los argumentos, en el blanqueamiento de un pasado del que nadie se avergüenza, ni se arrepiente ni se responsabiliza.

La ausencia de memoria rigurosa, porque la oficial casi siempre es interesada, genera actos tan incomprensibles como que asesinos etarras protagonicen fiestas en pueblos de Euskadi y Navarra.

Esa misma falta de rigor lleva a algunos políticos a resucitar una y otra vez a una banda terrorista muerta desde hace más de una década, y cuyos herederos están haciendo política. Por fin, ¿no?

Enfrente de toda esas obscenas manipulaciones se alzan incansables bastiones de la memoria y la dignidad como el cineasta Jon Viar, la dramaturga María San Miguel, la presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, el periodista Gorka Landaburu, y tantas otras personas valientes y comprometidas. Todas ellas señalan una y otra vez las heridas reales que deja el terrorismo de cualquier tipo, ésas que ni unos ni otros quieren curar: la falta de información, el secretismo, el silencio y el olvido.

No hay más ciego que el que no quiere ver.

Creo que este caballo alado, este Pegaso verde que dediqué en su día a todas las viudas víctimas del terror, servirá además como reclamo de los cientos de casos aún por resolver.

Ojalá este bronce recuerde a quien lo vea que las víctimas del terrorismo mueren tres veces, mientras los que somos afectados de alguna manera cargamos con esa pena que nadie más puede comprender.

Por supuesto, sirva también como homenaje a las siete personas inocentes que fueron asesinadas aquel 21 de junio de 1993 en Madrid y que fueron largamente olvidados: Javier Baró Díaz de Figueroa, José Manuel Calvo Alonso, José Alberto Carretero Sogel, Fidel Dávila Garijo, Domingo Olivo Esparza, Pedro Robles López y Juan Romero Álvarez.

Este último es mi padre.

Va por ellos y también por ti, papá.

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