Dominio público

Bailaré sobre tu tumba

Pepe Viyuela

Imagen de archivo de las infraestructuras del Mundial de Catar. -REUTERS
Imagen de archivo de las infraestructuras del Mundial de Catar. -REUTERS

La celebración del campeonato mundial de fútbol en Catar ha supuesto la culminación, a escala planetaria, de una operación corrupta de tal calibre, que debería hacernos pensar si el todo vale puede instalarse en el deporte y, por extensión, en la vida cotidiana.

El juego limpio no parece haber sido el ambiente en el que se hayan desarrollado los acontecimientos previos de este campeonato. El origen de todo está en una concesión mafiosa por parte de la FIFA, gracias a un dinero tan negro como el petróleo catarí, que fue dejado caer en los bolsillos de aquellos que tenían poder para decidir sobre cuál sería la sede.

Por otro lado, y de forma más trágica, no podemos olvidarnos de que, durante las obras de construcción para dotar a Catar de las infraestructuras de las que carecía, se han estado pisoteando los derechos de los trabajadores y no se han observado las necesarias medidas de seguridad en el trabajo.

Según datos oficiales, las obras parecen haber costado la vida al menos a 6.500 personas, cifra que parece quedarse corta con lo que pudieran ser los datos reales, que probablemente nunca conoceremos.

Tampoco conviene olvidar que en Catar no se respetan los derechos de las mujeres ni de los homosexuales, así como que la libertad de expresión es allí toda una quimera.

Por todas estas cosas, deberíamos asomarnos a este Mundial preguntándonos si resulta ético disfrutar de los partidos mirando solo hacia el marcador de los goles, cuando en el de los derechos humanos estamos perdiendo por goleada.

La concesión del Mundial a Catar estuvo, asunto probado, plagada de irregularidades y corruptelas y puso de manifiesto las prácticas mafiosas de una entidad como la FIFA, que tiene entre sus principios fundacionales convertir el fútbol en un medio para fomentar las buenas prácticas y mejorar las relaciones entre países a través del deporte.

Pero si uno echa un ojo al turbio mundo económico que envuelve al fútbol, acaba por llegar a la conclusión de que por un lado está el deporte y por otro el inmenso y obsceno negocio en el que ha terminado por convertirse a ese nivel el balompié.

Los nombres propios de los mandamases futbolísticos tienen más que ver con el negocio que con la práctica deportiva. El llamado fútbol de élite se encuentra, en más de un caso, manejado por personas que probablemente en su vida hayan dado una patada a un balón, y que están más preocupados por la cuenta de resultados que ofrece dirigir uno de estos equipos, que con el propósito de ofrecer un entretenimiento basado en la honradez.

Cuando hablamos de alto nivel deportivo debiéramos estar hablando también de alto nivel ético. No hay que olvidar que las estrellas de este deporte son auténticos ídolos, a quienes admiran y en los que quieren verse reflejados muchos de nuestros jóvenes.

Tampoco conviene olvidar la identificación patriótica y desbocada, casi religiosa, que con cada selección hace su país de origen, ni las pasiones exorbitadas que provocan y que, en lugar de encauzarse hacia la templanza, nos arrastran al fanatismo. Cuidado con eso.

Si la descarada compra de este Mundial a cargo del Estado de Catar parece más que probada, así como también su claro interés en utilizarlo para blanquear su imagen de país dictatorial y despistar sobre su desprecio por los derechos humanos; si a esto añadimos las implicaciones de los miembros de la cúpula de la FIFA en los sobornos y compraventa de decisiones; y si además sumamos las investigaciones llevadas a cabo por el FBI por sentirse el gobierno de los EEUU perjudicado por la concesión a Catar, podemos decir que tenemos ante nosotros todo un filón para el guion de una película sobre la "mafia" planetaria, que deja en pañales las hazañas de Al Capone y del propio Pablo Escobar.

Habría que preguntarse si el lema lo importante es participar, no hubiera debido transformarse en este caso en lo importante es no participar. Hubiera sido gratificante la negativa a hacerlo de una sola de las selecciones que han acabado por estar ahí. Hubiera resultado la gran vencedora ética del mundial. Todas han perdido ya esa oportunidad. Lástima.

Y yendo más allá, también cabe hablar del papel desempeñado en todo esto por los medios de comunicación, que ojalá no hubieran participado en la retransmisión e información privilegiada y blanqueada que se ha dado sobre el evento. Demasiado poco tiempo a informar de la cara negra del Mundial y mucho a exaltar la fiesta que supone cada partido.

Por otro lado está la afición. Cuando uno ve llorar amargamente a los asistentes a los partidos o a los jugadores por haber resultado eliminada su selección, no puede dejar de pensar en los trabajadores muertos, en la homofobia oficial del país anfitrión ni en el desprecio hacia los derechos de las mujeres; ni puede evitar hacerse la pregunta de dónde están las lágrimas vertidas por ellos. Seguramente, y de forma exclusiva, en los hogares de los que murieron construyendo estadios a 50 grados de temperatura.

Ganar este mundial pondrá sobre los hombros de la selección vencedora el triste honor de haberse alzado con un trofeo manchado de sangre y pagado con sobornos y chantajes. Cuando la selección ganadora levante el trofeo quizá lo note manchado de una extraña mezcla de sangre y petróleo, y más que acabar en la vitrina de su federación, debería hacerlo en la del museo de los horrores.

Es por todo esto que al contemplar la fiesta y la celebración que supone cada partido: los cánticos, los gritos, los bailes en el campo y en la grada en cada gol, no puedo dejar de pensar en Siniestro Total, nombre que viene muy al pelo para calificar el carácter de este mundial en lo que a condiciones éticas se refiere, ni a su canción Bailaré sobre tu tumba.

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