Dominio público

Este país que es nuestra casa

Alejandro Palomas

Este país que es nuestra casa
Imagen de Heather Plew en Pixabay

No se dice. Lo vuestro no se dice, porque no. Como cuando éramos pequeños y tarde o temprano llegaba ese "porque yo lo digo" que zanjaba las cosas sin explicarlas. Nadie cuenta nunca que estuvisteis y que un día decidisteis terminar con la vida, con la vuestra, y ser solo ausencia en una familia que cristalizó con la noticia, muriendo también. Tan joven, dijeron. Era un chaval, apenas una niña. Qué desgracia. Y esos padres...

No los nombramos porque tenemos miedo. Adolescentes que no llegaron a los dieciocho, niños y niñas angustiados por cosas que no contaron, muchos con historias de abusos no compartidas, acoso silenciado, demasiado peso sobre unos hombros todavía tempranos, vidas sin salida. Yo podría haber sido uno de ellos. Casi lo fui. Durante años, desde los ocho, rezaba de noche antes de acostarme, pidiéndole a dios que me dejara morir durante el sueño. Abusado primero, acosado por mis pares después, cuando despertaba por la mañana y pensaba en lo que me deparaba el día -las collejas en el autobús de colegio, el ridículo en la hora de gimnasia cuando tocaba plinton y me dejaban el último para que la risa fuera grupal y a coro, las horas de oscuridad, mancha e infierno en la habitación del Hermano- sentía que la vida iba a ser así siempre, que el futuro no asomaba y que quizá era mejor así, que si nadie era capaz de convencerme de lo contrario, no aguantaría, no sería capaz.

Pero estaba mi madre. Mi madre contaba, contaba demasiado. Entenderla sin mí a su lado era un imposible, tanta la pena al imaginarla penándome, tanta la culpa... Imaginar. De eso los niños sabemos mucho, tanto sabemos que cuando la imaginación se seca y la angustia de lo diario gana la partida algunos de nosotros no saben seguir. No pueden.

Yo pude. Yo he vivido. Por eso lo cuento.

Hablar de ellos, de esos chicos y chicas que se quedaron y siguen quedándose a mitad de camino, atrevernos simplemente a decir que estuvieron, es el tímido principio de un fin que todos buscamos pero que no sabemos como tocar, porque toda esa piel duele, toda es llaga. Creemos que al nombrarlos los hacemos más reales de lo que ya son y eso nos obligará a parar y a entender que lo que no se dice existe de todos modos, que no decir es matar el recuerdo, negar la vida. Nuestro silencio es injusto con ellos porque vivieron, tuvieron una vida que duró doce, catorce, dieciséis años. Es injusto porque fueron niños y niñas que no supimos ver a tiempo. Y sobre todo es cruel porque como sociedad les debemos un duelo.

Las cifras de adolescentes que se quitan la vida sigue multiplicándose alarmantemente año tras año, y seguirá haciéndolo mientras no dejemos de esconderlas bajo la alfombra de la actualidad, perpetuando con ello el silencio. Según datos recientes actualizados por ANAR, desde el año 2012, 9.637 han sido los menores con conductas suicidas detectadas. Peor aún si cabe: en el período de 2020 a 2022, los intentos de suicidio entre menores han aumentado en un 26%, y en 2020 el suicidio fue la primera causa de muerte entre jóvenes de 20 a 24 años. Cada unidad aislada de esos totales tenía un nombre y una vida. Era un adulto en potencia al que cuando tocaba no supimos/pudimos aupar lejos de lo que dolía. Ellos y ellas son también, ahora más que nunca, memoria histórica silenciada que pide luz y foco para que quienes los perdieron se sepan vistos y entiendan que no están solos en esa ausencia cortada al bies. ¿Qué clase de empatía es la nuestra? ¿Dónde queda ese bien común del que tanto presumimos si un porcentaje de nuestros niños y niñas no se atreven a llegar más allá de la adolescencia porque lo que creen que les espera es demasiado desesperanzador?

Estoy hablando de nosotros, de todos: de nuestros vivos y de nuestros muertos, de los niños y niñas que son y de quienes ya lo fuimos, y sobre todo hablo de esa incapacidad tan nuestra, inculcada desde generaciones en nuestro ADN, de hablar de lo que realmente importa -nos importa-, mal amparados bajo el falso discurso de hueca masculinidad según el cual la intimidad debe quedar siempre casa, porque qué es eso de airear nuestras sombras y fragilidades así, reconociéndonos vulnerables. Admitiendo lo humano.

Esto, este país, es nuestra casa. La de todos. Y si hay chicos y chicas que deciden morir porque no la sienten suya es que la casa no ha conseguido ser hogar para ellos. Al silenciar esa grieta por la que se cuela el frío, estamos acusándolos de haber fallado, de no haber sido capaces y ahí jugamos sucio. Los culpamos, aunque no solo a ellos y a ellas, sino también a quienes los lloran. Madres, padres, hermanos y hermanas, abuelos, compañeros y compañeras, parejas... el suicidio de una persona adolescente es la piedra que cae en la superficie tranquila del lago: las ondas conmueven el agua y alcanzan todas las orillas. Esas orillas somos nosotros y nosotras. Tierra firme que debería ser aún más firme. Raíces donde nuestros menores deberían poder asirse para no ahogarse.

Yo soy un hombre que vive porque logró no morir durante su adolescencia. Sobreviví al desamparo y a la desesperanza y me quedé. Y aquí sigo, frágil y vulnerable, braceando en este lago quieto e invocando en voz alta para que aprendamos a ser una buena orilla para nuestros menores hasta el día en que no se nos vaya ninguno más.

Ni uno solo.

Entonces este país será una casa.

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