Dominio público

El infiltrado

Santiago Alba Rico

El infiltrado
A la izquierda, el agente D. H. P. durante su paso por la escuela de policía de Ávila. En la imagen de la derecha se pueden apreciar los tatuajes que se realizó entre 2020 y 2021.- LA DIRECTA

Pocas veces me ha indignado nada tanto como la infiltración de un policía llamado Dani en grupos libertarios catalanes; y pocas veces me ha preocupado tanto la reacción de un sector de la militancia feminista y de izquierdas, incluida la de algunas de las mujeres de esos grupos, que han denunciado al agente por agresión sexual. Uno de los argumentos más fuertes para justificar esta decisión ha sido el de que un policía no es un ciudadano privado sino que, de algún modo, está siempre de servicio en representación del Estado, como un sacerdote seguirá siendo siempre sacerdote, con sotana o no, en representación de la Iglesia; y que, en consecuencia, no puede mentir sobre su condición policial sin viciar de raíz todas sus relaciones con los demás y muy especialmente, claro, sus relaciones sexuales. Tengo serias dudas sobre la consistencia de este argumento.

Imaginemos que un policía de asueto y de paisano va a una discoteca de Barcelona, donde sabe que la policía no resulta muy simpática. Quiere ligar, conoce una chica a la que oculta su condición de policía y unas horas más tarde se van a la cama de completo acuerdo y con más o menos satisfacción por ambas partes. Imaginemos, aún más, que un policía va a una discoteca de Barcelona en acto de servicio, pero sin uniforme, para obtener información sobre un grupo de traficantes de drogas y, mientras está allí, liga con una chica a la que oculta su condición policial y con la que acaba acostándose de completo acuerdo y con más o menos satisfacción por ambas partes. No creo que en ninguno de estos casos se le ocurriera a nadie considerar que un policía es siempre un policía y que, por tanto, su relación con esa chica ficticia es no ya un fraude personal sino una agresión sexual y, más aún, una agresión sexual por parte del Estado para el que trabaja.

Se dirá, en todo caso y con razón, que, en el caso del malhadado Dani, su propósito no era mantener relaciones sexuales sino obtener información. Se puede decir que se acostaba con las activistas libertarias para espiarlas. No era sincero; era un felón insidioso que, mientras fingía pasión y ternura, obedecía órdenes y tenía un plan siniestro en la cabeza. Si en algo coincidimos todos es en la gravedad de este espionaje ilegal en el seno de organizaciones legales y sin mandato judicial. Ahora bien, una vez aceptado este presupuesto, caben dos opciones.

Una es la de considerar que, más allá del espionaje, lo que constituye un delito imperdonable es la mentira misma en relación con el impulso sexual; es decir, lo que nos parecería delictivo sería este "no querer realmente follar", la inautenticidad del deseo, la ficción de la pasión sexual. Lo que reprocharíamos a ese sujeto infame, sí, es que se habría acostado con sus pretendidas compañeras sin desearlas, de manera calculadora, buscando otra cosa; y el hecho de que esta búsqueda fuera legal o no, y de que su objeto estuviera protegido por la Constitución, resultaría menos relevante que el fraude sexoafectivo sufrido por las mujeres. Así planteado, ¿no suena un poco excesivo y hasta descabellado?


La segunda opción es la de considerar, en cambio, que lo que está mal es ocultar la propia identidad para obtener información. Pero en ese caso, ¿por qué privilegiar la relación sexual? Ese tipejo engañaba todo el rato, también cuando confraternizaba con los chicos, cuando cantaba canciones revolucionarias, cuando gritaba eslóganes independentistas o cuando se ponía chapitas contra la OTAN. Todas esos aspavientos eran medios para obtener información. ¿Qué tiene de especial la relación sexual? ¿Por qué una mujer se tiene que sentir más engañada que un hombre? ¿Por qué, aún más, una mujer se siente agredida y un hombre no? Un hombre podría decir que la exaltada confraternización a la que cedió en los bares y las confidencias que hizo al policía en momentos de complicidad alcohólica constituyen una forma de tortura, aunque no hubiera ni golpes ni picana eléctrica, pues jamás habría comunicado esa información ni se hubiera dejado llevar por la camaradería si hubiese sabido que ese tal Dani, compañero en apariencia generoso y solidario, era un agente de la policía.

Entiendo el dolor, la amargura y la rabia que acompañan al engaño; el repeluzno que puede sentirse recordando esos momentos de intimidad con un desconocido y, aún peor, un enemigo. Pero creo que tan razonable es una denuncia por agresión sexual como lo sería una denuncia por torturas físicas. A todos nos parecería delirante una acusación en esa dirección. ¿O no? Mientras escribo estas líneas reparo en el hecho de que la denuncia de las cinco mujeres incluye también el delito de torturas; ahora bien, que solo hayan denunciado ellas y no sus compañeros revela hasta qué punto se asocia esta acusación al fraude sexoafectivo sufrido. ¿Qué tiene entonces de excepcional la sexualidad femenina para que haya que protegerla de esa manera? Las mujeres deben ser protegidas sin duda del espionaje y, si se demuestra que hubo órdenes de utilizar dolosamente la intimidad sexual, eso deberá tenerse en cuenta a la hora de pedir responsabilidades e incluso en términos de indemnización en un futuro juicio, pero nos conviene a todos, como feministas y como defensores del Estado de Derecho, seguir distinguiendo entre seducción, engaño, intimidación y violencia, así como no identificar el "consentimiento" sexual con la transparencia recíproca absoluta, utopía protototalitaria que aboliría la sexualidad misma.

Porque es difícil, sí, no inscribir la confusión generada por las tropelías de Dani en el debate sobre el consentimiento. Que los hombres no hayan puesto una denuncia por torturas y las mujeres sí, asociada además a la de agresión sexual, es muy significativo. E inquietante. De esta manera salimos del espacio objetivo de los delitos objetivos para entrar en el mundo subjetivo de la sinceridad sexual. Paradójicamente esa exigencia de sinceridad sexual, cuya judicialización se reclama, refleja un mundo femenino muy antiguo y patriarcal en el que la mujer, siempre pasiva, debe ser defendida del "engaño" de los hombres. Hace ya mucho tiempo que felizmente desapareció de los códigos penales el "incumplimiento de promesa matrimonial", única protección que las dictaduras religiosas prestaban a las mujeres, privadas de toda iniciativa y todo derecho. Proteger a las mujeres es proteger también su derecho a equivocarse e incluso a enamorarse de quien no deben; su derecho a ser engañadas; su derecho al arrepentimiento. Una de las grandes conquistas del Derecho en las últimas décadas fue la de sustituir la "honestidad" por la "libertad" como bien a proteger; y veces da la impresión (incluso a la luz de algunos aspectos de la polémica ley del solo sí es sí) de que se quiere desandar ese camino. La lucha del feminismo se dio siempre contra el paternalismo, el puritanismo y el punitivismo, tres rasgos del ancien régime que vuelven ahora de la mano de algunas feministas.


Clara Serra ha escrito a menudo sobre esta contradicción y este deslizamiento entre el deseo y la voluntad. Algunas feministas juegan permanentemente a las dos bazas: quieren que la sexualidad sea puro deseo ("libertad") y quieren que sea pura transparencia ("honestidad"), de manera que dejan fuera ciertas expresiones de la voluntad (como las de las trabajadoras sexuales) al tiempo que aspira a trasladar a la intimidad un consentimiento securitario de tipo contractual. En este caso, la contradicción se formularía de esta manera: yo deseaba acostarme con Dani, sí, mientras lo hacía, pero hoy quiero no haberme acostado con él. Cuidado. El arrepentimiento no puede de ninguna manera viciar retrospectivamente una relación sexual consentida en su momento; y mucho menos, desde luego, fundamentar una denuncia contra ese tipejo que nos parecía otra cosa cuando nos acostamos con él. Eso solo tendría sentido si concibiéramos las relaciones sexuales entre militantes como relaciones contractuales de transparencia en las que, además, las mujeres, siempre pasivas, habrían aceptado satisfacer sexualmente a los camaradas, por solidaridad y disciplina de partido, a condición de que lo fueran realmente o mientras siguieran siéndolo; de manera que, al dejar de serlo o descubrirse que no lo eran, se pudiese denunciar un incumplimiento de contrato. Pero tampoco entonces el delito sería de agresión sexual sino de dolo comercial. Obviamente el feminismo no piensa y no puede pensar la sexualidad en estos términos muy sadianos, muy neoliberales y muy patriarcales. Si hay que defender el deseo, hay que defenderlo con todas sus consecuencias; es decir, con todos sus riesgos afectivos y emocionales. En la ley del solo sí es sí se desarrollan muchas medidas, no solo penales o punitivas, para proteger a las víctimas de las agresiones sexuales, lo que es un avance indudable; lo que no se debe hacer -según insiste mi amiga Clara Serra- es negar la voluntad en favor
de un imposible deseo siempre puro ni negar el deseo en favor de una voluntad puramente contractual. La sexualidad es ese espacio intermedio, un poco en penumbra, de arrebatos, acuerdos, concesiones
y desilusiones.

Que nos engañen con un deseo inauténtico, en definitiva, no es agresión sexual, aunque el impostor sea un policía e incluso si ese policía está de servicio. Que alguien obtenga de nosotros información -o dinero o cualquier otra cosa- durante el acto sexual o a cambio de un acto sexual puede resultar humillante y hasta moralmente ignominioso, pero no es agresión sexual, ni siquiera si es un policía quien nos engaña. Nada de esto, por muy desagradable o infame que sea, puede ni debe ser considerado delito. Al hacerlo, además, nos olvidamos del verdadero delito: el de que la Policía, que debe proteger nuestros derechos constitucionales, haya infiltrado a uno de sus agentes en grupos legales y sin orden judicial. La operación entera es abominable y el Gobierno debe dar explicaciones, exigir responsabilidades a la jefatura policial y asumir, conforme corresponde, su responsabilidad subsidiaria como representante del Estado. Pero si el malhadado agente Dani hubiera utilizado la tortura y la agresión sexual para obtener información estaríamos hablando de otros delitos y otros tipos penales. No ha habido ni tortura ni agresión sexual; hombres y mujeres dieron la información engañados, sí, pero no forzados. Forzar por nuestra parte los argumentos no ayuda en nada ni a la causa del feminismo ni a la del Derecho, que deben estar indisolublemente unidas.

La denuncia probablemente no va a prosperar. La pregunta es: ¿sería mejor, más feminista, más seguro, más libre un mundo en el que esta denuncia prosperase? Creo sinceramente que no.

La separación del erotismo y la militancia debería ser uno de los objetivos de la militancia feminista. También la separación del erotismo y del código penal. Porque o pensamos en términos de Derecho o pensamos contra el Derecho a partir de categorías subjetivas, inconmensurables, que se traducen, una y otra vez, en la identificación mujer-víctima y en la paradójica judicialización y/o represión del deseo. ¿Podría ocurrir que una de las mujeres engañadas por el malhadado Dani odiase política y humanamente su ignominiosa impostura pero recordase con placer esas relaciones sexuales? Podría ocurrir. ¿Y se atrevería a decirlo? Mucho me temo que no. El feminismo debería ser capaz, y suele
serlo, de mostrarse implacable con el machismo (en todas sus expresiones, cotidianas e institucionales) y de reivindicar la libertad sexual de las mujeres, con todos los riesgos aparejados.

La autodefensa punitivista de la ley solo sí es sí y la reacción ahora frente a la tropelía policial en Catalunya revelan que una parte del feminismo concibe a la mujer como excepcionalmente débil y necesitada de una protección excepcional, y ello incluso por encima del Derecho. Algunas feministas, en efecto, han puesto las "cuestiones de género" desde el principio en un "estado de excepción", de tal manera que en su horizonte teórico y vital está la idea, muy veteromarxista y muy izquierdista, de que no se puede superar el patriarcado sin superar el Derecho mismo. La excepción no procede o no solo de la excepcionalidad de algunos casos (como el de la Manada o el del tipejo llamado Dani): procede del hecho mismo de considerar los delitos de género como excepcionales. ¿Lo que nos parece mal para el terrorismo, por ejemplo, o bajo la dictadura del proletariado, nos tiene que parecer bien si está en juego la seguridad física y afectiva de la mujer? Fuera del Derecho, no lo olvidemos, siempre gana la derecha. Y pierden, por tanto, las mujeres.

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