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Un tipo de interés

Nere Basabe

Un tipo de interés
La presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, en una reunión en Praga, a 9 de septiembre de 2022

Tal vez hubo una época en la que, si por casualidad oía hablar de un tipo de interés, venía a mi mente el rostro de algún actor hollywoodiense de atractivo magnético. O de algún hombre que, sin responder exactamente a los estándares de belleza normativa, resultaba de interés por su conversación, sus conocimientos, su humor o su trayectoria vital. Más interesante que interesado.

Desde hace unos meses, en cambio, cada vez que oigo hablar de los tipos de interés, solo visualizo una gráfica económica y me echo a temblar. Seguramente me esté bien empleado, porque andaba aburrida de los reportajes informativos que desgranaban al detalle la subida de precios en la cesta de la compra, acompañándolo con el testimonio directo de una afectada que, a la puerta de un supermercado y con un par de bolsas en la mano, ratificaba: "¡Ay, hija, está todo carísimo!". Dedicar horas de televisión a una evidencia me resultaba redundante, y además, viviendo sola, no me iba a trastocar la vida en exceso que la docena de huevos subiera sesenta céntimos. Claro que poquito a poco, todo suma.

Ante la inflación existe una receta simple, demasiado simple, que aparece en cualquier manual básico de macroeconomía. No hace falta ser Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo y anterior directora del FMI, para conocerla: si los precios se disparan, se sube el precio del dinero para moderar la demanda. Permítame no obstante la señora Lagarde, con quien sin duda no puedo competir en conocimientos económicos, una humilde objeción: la subida de precios que sufrimos actualmente no se debe a que nos hayamos puesto a comprar como locos.
Érase una vez una utopía maravillosa llamada liberalismo clásico. Aquellos filósofos bienintencionados defendían la idea de que el precio óptimo se fijaba en el punto en que convergían la curva de la oferta y la de la demanda. A precios exorbitados, apenas habría clientes, y tirando los precios por el suelo los consumidores acudirían en masa, pero probablemente no alcanzaría para cubrir los costes de producción. No hacía falta más que una "mano invisible" para que fijara el precio justo con el que las pretensiones de ambas partes quedaran satisfechas. En aquel modelo ideal, oligopolios y monopolios (¡desde Aristóteles!) estaban muy mal vistos, porque suponían una perversión del sistema del libre mercado. Ninguno de ellos alcanzó a anticipar la ley de concentración del capital que sí vislumbró el marxismo, y que nos convierte ahora en rehenes del afán de lucro sin fin de apenas una docena de compañías multinacionales.

Si los precios de un restaurante o una zapatería se me antojan un disparate, desorbitados en su relación calidad-precio, siempre me puedo ir libremente a otro establecimiento, o a mi casa. Más difícil pinta precisamente cuando hablamos de cubrir necesidades básicas como el alimento, el techo o la luz. Rondan por ahí unas cuantas directivas europeas que prohíben las actividades monopolísticas o los cárteles, y que deben de estar preciosas decorando algún despacho en Bruselas de donde no acostumbran a salir.

La inflación actual no se debe a un exceso de demanda, no, sino que tiene su origen en causas extraeconómicas que afectan a la oferta. Primero fue una pandemia, que paralizó la actividad mundial, creando después escasez en el mercado y un tremendo atasco en la cadena de distribución. Y ahora se ha sumado una guerra que ha alterado gravemente el mercado de la energía o del cereal. Aumentan los costes de producción y distribución, y por tanto, los precios, ante la mirada atónita de los impotentes consumidores que no es que ahora les haya dado por comer el doble.

No creo que esto lo solucione subir también el precio del dinero, que afecta desde al ciudadano endeudado a las posibilidades de emprendimiento y crecimiento empresarial, e incluso al Estado que puede ver cómo su tasa de deuda pública y déficit se disparan, herejía del neoliberalismo. Estamos a un paso de caer en la estanflación, otro anatema de la economía capitalista.

Llevaba meses vigilando mi cuota hipotecaria, desde que a las mentes brillantes de la Reserva Federal norteamericana y del Banco Central Europeo les dio por subir los tipos de interés. Y la actualización fatal me llegó este mes, con una subida repentina que rompía todas mis previsiones y límites asumibles. Durante casi una hora quedé en estado de shock, sin poder hacer otra cosa que agarrarme la cabeza con las manos. Aunque sea de letras, era obvio que los números no cuadraban. ¿Cómo me las apañaré a partir de ahora?


Hay gente que responde que ya sabías lo que firmabas. Lo cierto es que, siendo novata en estas lides, y con tantas cosas en la cabeza, confié en la asesoría bancaria y en un notario que leía tan rápido que no había quien asimilase nada. Como en la mayoría de las situaciones solemnes de mi vida, yo solo quería que aquello acabase cuanto antes porque necesitaba ir al baño. Solo me enteré un par de meses después, ante la pregunta de una amiga, a qué tipo de régimen hipotecario me había atado: interés fijo durante el primer año (una cantidad que resultaba más asumible que cualquier alquiler de cuchitril previo), y variable a partir de entonces. Y pasado el año y pese a mis miedos, la cuota bajó aún más. Los tipos de interés eran favorables entonces, hace ya casi una década, y ya se sabe que el futuro no existe.

El problema del acceso a la vivienda desde luego no es nuevo, existe en este país y en el resto de Europa desde la Guerra. Y si no, vean esa maravilla de película que es El pisito, donde un pobre José Luis López Vázquez no encuentra mejor solución habitacional que casarse con su casera, para que cuando la vieja muera, heredar y poder casarse al fin con su novia de toda la vida.

Mi abuelo trató de inculcarme algunas lecciones básicas de economía. La primera fue que nunca comprara si no tenía dinero para pagarlo. Claro que a él su casa le costó 50.000 pesetas (unos 300 euros), y a mí varios cientos de miles. Y ahí reside el nudo gordiano del problema: si entonces bastaba con el ahorro de unos meses de salario medio para adquirir una vivienda, ahora harían falta más de una decena de años. Solo en los últimos cinco años, el aumento del precio de la vivienda en España ha cuadriplicado la subida de los salarios. Y así es como nos hacen cada día más pobres. La mujer se incorporó al mercado de trabajo por la igualdad y la emancipación y tal, pero también porque ya no hay quien sostenga un hogar y una familia con un único sueldo.


Cuando me emancipé, siendo joven y precaria, me hacía mucha ilusión lo de visitar pisos en alquiler en busca de un hogar propio, aunque enseguida di de bruces con la mohosa realidad de los zulos sin ventanas y demás infraviviendas sin cédula de habitabilidad. Recomiendan dedicar al pago de la vivienda un 30% de los ingresos, y en la Oficina del alquiler joven de Madrid a la que acudí desesperada aquel límite era ley. A mi solicitud de piso, contestaron lo primero "¿Tienes novio?", y ante mi estupefacción ("No, no tengo casa ni novio") trataron de justificarse: tenía cara de mileurista, como la propia chica que me atendía, y por 300 euros no había nada.

Más de veinte años después, mi situación económica es algo más desahogada. Tras mucho esfuerzo, trabajo y tras haber pasado por innumerables procesos de selección y promoción, al fin soy profesora universitaria, a tiempo completo y con vinculación permanente en una universidad pública. Suena bien. Cuando me recuperé del susto, empecé a hacer cuentas: la nueva cuota hipotecaria se había comido el 62% de mi nómina (hasta ahora no superaba el 45%). Calculé a cuánto correspondería ese 30% recomendado, y apenas me daría para alquilar una habitación en un piso compartido. Con mis estudiantes, comiendo macarrones con tomate cada día: podría resultar hasta divertido.
El mismo día del mazazo, mi entidad bancaria anunció unos beneficios récord de más del 40% con respecto al año anterior, y el aumento de las retribuciones de su presidente en más de un 5%, superando los ocho millones de euros. Un tipo más interesado que interesante. Y es que mi abuelo me dio otra lección de economía fundamental: el dinero de verdad no se hace trabajando.

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