En la isla de Alcatraz, en una prisión blindada de la que solo un insensato intentaría fugarse, hay un hombre llamado Robert Stroud que paga con su libertad por la muerte de dos hombres. Es el recluso número 594 y ocupa un módulo de aislamiento bajo una vigilancia asfixiante. Mientras la Segunda Guerra Mundial se multiplica en las trincheras más recónditas de Europa, Stroud devora libros de penalismo con la esperanza de aprender a defender sus últimos derechos. Aún echa de menos a sus canarios, así que distrae las soledades entre revistas de ornitología. Por algo lo llaman el hombre pájaro.
Las cosas eran muy distintas cuando vivía en el penal de Leavenworth. En 1920, en una esquina de la cárcel, Stroud había encontrado cuatro crías de gorrión que aleteaban sobre las ruinas de un nido caído. Así fue como comenzó una pasión, más bien un alivio, que iba a mantenerlo atareado en lo que le quedara de vida. Con el tiempo, Stroud adoptó nuevas mascotas y construyó decenas de jaulas hasta que su celda adquirió el alborotado aspecto de un gallinero. John Edgar Hoover, que por entonces dirigía el FBI, recibió cumplida cuenta de un caso que tardó muy poco tiempo en pasar al dominio público.
En 1962, la historia de Stroud llegó a los cines con el rostro anguloso de Burt Lancaster. El hombre de Alcatraz de John Frankenheimer habla de crimen y redención para narrar una larga travesía vital de agonías penitenciarias. Pero el cine, cuando es cine de verdad, nos susurra verdades más profundas al oído. Hay quienes han visto en la película un relato de entereza estoica al estilo del psiquiatra Víktor Frankl, que buscó sentido a su existencia entre las alambradas de los campos nazis de concentración. Pero El hombre de Alcatraz sugiere también el derecho a concebir libertades, a adivinar un universo inexplorado más allá de los muros que nos atrapan.
En su ensayo Nueva ilustración radical, Marina Garcés explica que nos ha tocado en suerte una época antiilustrada, regida por nuevas formas de poder autoritario que florecen bajo el disfraz del populismo. Ha cundido el desprestigio de la educación y la ciencia y ya no existe un propósito de progreso. Hasta hemos llegado a aceptar, como si fuera un dogma, que solo es factible un destino de rendición y colapso. Queremos impugnar el orden de cosas pero nadie se atreve a ponerle nombre a ese sueño e incluso preferimos el consuelo reaccionario de la nostalgia. Cualquier tiempo pasado fue mejor para aquellos que renuncian a imaginar tiempos mejores.
¿En qué momento exacto se desmoronó el andamio de las utopías? ¿Por qué el cine y la literatura se nos han llenado de escenarios catastróficos, apagones eléctricos, carestías y guerras de todos contra todos? "No future", cantaban los Sex Pistols en 1977 sin sospechar que el derrumbe de todas las ilusiones no había hecho más que empezar. En mayo de 1979, en un clima de desempleo y crisis laborista, Margaret Thatcher se instaló en Downing Street con la promesa de contener la inflación y escarmentar a los sindicatos. Unos meses después, Ronald Reagan aterrizó en la Casa Blanca con un programa neocón de desregulación y privatizaciones.
Entre huelgas mineras y pánicos de guerra fría, el eje Londres-Washington abrió la puerta a las fantasías más desmelenadas de la secta neoliberal: malvender las empresas estatales y desvalijar la sanidad pública, la educación pública y el sistema público de pensiones hasta reducir el Estado a sus apéndices militares y policiales. Los feligreses del laissez faire no solo socializaron las pérdidas y privatizaron los beneficios, sino que además colonizaron nuestros pensares hasta hacernos creer que sus delirios eran las únicas doctrinas viables. There is no alternative, rezaba el lema thatcherista. Si no hay alternativa, solo nos queda la resignación y la obediencia.
Mark Fisher pone en cuestión este axioma y propina un repaso dialéctico a los militantes de la derrota. Realismo capitalista es un librito simple pero enjundioso que en apenas catorce años se ha vuelto un clásico y tiene la pinta de un manual de emancipación y rebeldía. Para liberarse de las cadenas, dice Fisher, debemos refutar la idea de que la explotación o la precariedad son fenómenos tan naturales como un mal viento o una tormenta. Todo lo que hoy parece necesario e inevitable no es más que una mera contingencia. Todo lo que alguna vez pareció improbable termina siendo asequible y cotidiano.
Layla Martínez, que ha inventariado otros mundos posibles en Utopía no es una isla, ha explicado alguna vez que nunca han existido las sociedades perfectas sino un impulso inagotable por caminar hacia mejores horizontes. El horizonte es en sí mismo el camino. No hay nada más necio que asumir la realidad tal y como nos viene dada. No hay nada más razonable que construir realidades más justas incluso allí donde la justicia es un rumbo remoto. "Seamos realistas, pidamos lo imposible", gritaban las paredes parisinas del 68 con una intrépida candidez que ahora nos huele a pieza de museo.
En estos días de mítines y campañas, los candidatos defienden sus programas con más o menos tino, liberan promesas que tal vez no puedan o no quieran cumplir y reparten ilusiones que se concretarán solo si votamos correctamente, victorias modestas y casi siempre ajustadas al angosto marco de las instituciones. Incluso las izquierdas, que habrían de supurar inconformismo, juegan demasiado a la defensiva y nos obligan muchas veces a elegir entre lo malo y lo peor. No los culpo. Las cosas pintan feas y es urgente conservar lo más preciado antes de que nos lo arrebaten igual que nos han arrebatado otros derechos que creíamos intocables.
Pero en algún momento tendremos que frenar la rueda de las resistencias y pasar a la ofensiva. Habrá que dejar de añorar pasados para poder soñar futuros. Si no es hoy, que sea el lunes, cuando por fin se haya apagado el ruido de las urnas y nos toque hacer examen de conciencia. Habrá llegado el momento de conectar los altavoces y poner a todo trapo Yes future de Los Chikos del Maíz para que las quimeras campen a sus anchas, sin urgencias electorales y sin inercias mediáticas. Que ya va siendo hora de abrir los brazos a lo increíble y dejar que nos invada la imaginación igual que un preso recibiría a un pájaro en su ventana.
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