Este lunes tuvimos el show televisivo del siglo: el debate entre Sánchez y Feijóo. Y digo show, porque realmente fue un auténtico show. Feijóo no dejó títere con cabeza. Cada vez que abría la boca, soltaba una sarta de mentiras que nos dejaba con el ceño fruncido y el estómago revuelto. Os lo digo con total sinceridad, pasé vergüenza. Pero, ¿por qué un candidato a la presidencia del gobierno escupe tan alegremente mentira tras mentira?
Es sencillo: Feijóo tenía un plan y lo ejecutó a la perfección. Embarrar el único cara a cara que va a tener con Pedro Sánchez durante toda la campaña electoral. Como Feijóo sabía que sus posibilidades de ganar un combate basado en el juego limpio eran nulas, decidió por crear un campo de juego desigual, usando tácticas rastreras que le permitieran alzarse con la victoria. Todo ello con un objetivo claro: no hablar de lo que de verdad importa a la gente. ¿Para qué hablar de educación, sanidad, crisis ecológica o políticas sociales si puedo hablar de ETA, del sanchismo o del Falcon?
Porque, si algo ha quedado meridianamente demostrado es que el líder del Partido Popular no tiene un proyecto político alternativo a su ya por desgracia famoso "derogar el sanchismo". Es decir, que no tiene un proyecto político que le permita gobernar. Siendo consciente de esta gran limitación, que debería ser un impedimento hasta para ser presidente de la comunidad de vecinos de Mirador de Montepinar, decidió enfangar. Y mentir. Porque ni siquiera se atrevió a prometer, algo tan sencillo y recurrente durante las campañas electorales —aunque luego no se cumpla la mitad de lo prometido. Quizá, digo yo, porque ni cuando promete le sale bien. Hace poco proponía "superar los 22 millones de afiliados a la Seguridad Social" al fin de la próxima legislatura, lo que significa que el empleo crezca el 1,3% anual. Pero, ¿quién le asesora a este chico? No parece muy ambicioso un crecimiento del 1,3% anual cuando, desde 2018 y con una pandemia y una guerra de por medio, el empleo ha crecido un 2% anual.
En fin, que con estos mimbres es normal que se echara a la mentira. Y ya se sabe que cuando haces pop, ya no hay stop. Mintió en cuanto a los datos de inflación, de empleo, de personas autónomas, de Producto Interior Bruto, de deuda pública, de pensiones o del precio de la energía. Pero no solo mintió respecto a los datos económicos. También mintió sobre educación, política exterior, política de vivienda o políticas de igualdad. Pero, además de mentir, ganó el debate. ¡Toma ya!
La situación es alarmante. La ciudadanía parece estar perdiendo interés en la verdad. Y es precisamente en este momento cuando la democracia y nuestros derechos corren un grave peligro. Hemos llegado a un punto en el que mentir descaradamente frente a los espectadores no solo no conlleva castigo, sino que incluso es recompensado. Un debate como el de este lunes es totalmente estéril si no se comprueban las cifras en directo. Me hubiera encantado —hubiera sido lo suyo, de hecho— que Ana Pastor le hubiera dicho en directo a Feijóo: "oye, señor Feijóo, todo esto que usted está diciendo es mentira. Éstos son los datos reales". Así, a lo mejor, se le hubiera caído la cara de vergüenza y hubiera quedado retratado ante los casi seis millones de espectadores que estaban viendo el debate en directo.
Me parece lo mínimo que se debería hacer en pleno siglo XXI, con la tecnología y las herramientas que tenemos a nuestro alcance. Es una anomalía democrática que mentir tan descaradamente salga gratis electoralmente y haya quien lo aplauda. ¿Cómo es capaz nuestra sociedad de permitir que una persona que miente impunemente tenga altas probabilidades de llegar a la Moncloa? Es incomprensible.
Una de las mayores amenazas para la democracia es la indiferencia de la ciudadanía. Una indiferencia que se acrecienta a medida que las mentiras son normalizadas en el discurso político, resignando y haciendo perder a la ciudadanía el interés en distinguir la verdad de la mentira. Es en este contexto en el que se crea un ambiente donde la desinformación y las falsedades se aceptan como algo normal, erosionando así la base misma de la democracia.
¿Cómo es posible que quienes mienten descaradamente no sean castigados por ello? La falta de consecuencias para con los mentirosos es una afrenta directa a nuestra democracia. Estas personas deberían ser rechazadas y repudiadas por su falta de ética y, sin embargo, encuentran en la mentira una forma de obtener ventajas y de ampliar su popularidad. Un círculo vicioso que es alimentado por los seguidores más acérrimos, dispuestos a creer a pies juntillas lo que su líder dice sin importar la veracidad de sus palabras.
Ante este panorama es hora de actuar. Debemos reaccionar y exigir responsabilidades. Debemos estar comprometidas con la verdad y rechazar firmemente la mentira en la política. Pidamos, de una vez por todas, consecuencias para quienes hacen de la mentira política. La democracia, y nuestros derechos en su conjunto, dependen de nuestra participación activa y de nuestra negativa a aceptar la normalización de la mentira. Ya está bien.
Feijóo ha demostrado ser un auténtico maestro en el arte de mentir. Pero es la indiferencia ciudadana ante las mentiras la que representa un peligro real para la democracia. Alcemos la voz, denunciemos sus trolas y no permitamos que el fin justifique los medios en política. Porque lo que ha quedado claro una vez más es que al Partido Popular le da igual el precio que tenga que pagar por llegar al poder. Si tiene que decir que los atentados del 11M fueron perpetrados por ETA, lo dice. Si tiene que mentir ante seis millones de espectadores, lo hace. Se la suda todo. Partido Popular, donde la mentira te la hacemos realidad.
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