Voy a medir bien mis palabras. Empezaré pidiendo a la izquierda propalestina que no tenga la menor vacilación ni muestre la menor reserva a la hora de condenar los crímenes de guerra de Hamas, porque son condenables en sí mismos, porque mediante ellos los palestinos se equiparan moralmente al ocupante y porque es nuestro deber denunciar toda violación del derecho internacional allí donde se produzca. Los dobles raseros de la izquierda no son más legítimos que los de la derecha; los dobles raseros son siempre de derechas. No nos engañemos: Hamas es hoy un problema para los palestinos como Netanyahu lo es para los israelíes. Y la violencia equivalente, con su actualidad cegadora y su hidra multiplicadora, borra la diferencia fundamental que debemos mantener siempre a la vista: la que separa a los ocupantes de los ocupados. Que la de los ocupados nos parezca humanamente más comprensible no la hace ni más legítima ni más bonita ni más eficaz.
Quiero recordar asimismo que la justicia y el derecho internacional raramente coinciden, pero que aspirar a una justicia materialmente imposible lleva a menudo a situarse fuera del marco del derecho, donde siempre ganan los más fuertes. En 2008, Shlomo Sand, historiador israelí y profesor en la universidad de Tel Aviv, escribió un libro polémico, La invención del pueblo judío, donde demostraba que no había ninguna continuidad histórica, y mucho menos genética, entre los judíos que vivían en Palestina cuando Tito destruyó el templo y los que fueron llegando a la región a finales del siglo XIX; aún más, según Sand, los descendientes de aquellos judíos que se levantaron contra las legiones romanas en el año 70 son precisamente los palestinos de Gaza y Cisjordania, convertidos al islam en el siglo VIII.
El trabajo del historiador israelí no pretendía cuestionar la existencia de su país sino el mito a su juicio muy peligroso de la raza-nación judía, mito explotado por el nazismo y, en general, por el antisemitismo europeo; y límite esencialista para cualquier desarrollo democrático de Israel. Sand escribió el libro -dice en una entrevista- pensando en su hijo, israelí como él, expuesto a los excesos de una ideología, el sionismo, incompatible con las hechuras de un Estado de Derecho y con la supervivencia última de Israel. "Yo no niego la existencia de Israel", dice respondiendo a la violencia de algunas críticas. "Es cierto que su creación ha sido un tipo de colonización que había que legitimar por medio de una visión del retorno. Pero hay que tener en cuenta dos cosas: la presencia de este Estado, que no se puede eliminar por la fuerza, y la presencia de los palestinos. No se puede dar marcha atrás, sólo se puede ir hacia adelante. Y debe entrar en la conciencia de cada israelí el hecho de que el nacimiento de Israel ha acarreado una tragedia".
Hago mía esta posición: con independencia de la justicia, humana o divina, debe entrar en la conciencia de cada israelí que el nacimiento de Israel ha acarreado una tragedia; y debe entrar en la conciencia de cada palestino, y de cada uno de los que apoyamos su causa, que ese nacimiento no es ya reversible, y mucho menos por la fuerza. Para que entre en la conciencia de los israelíes la existencia misma de los palestinos es fundamental, desde fuera, obligarles a considerar la legalidad internacional por encima de sus mitos nacionales esencialistas y, desde dentro, a cuestionar estos mitos fundacionales, como hace Sand (u otros historiadores judíos, como Pappé o Finkelstein), en aras de la reconstitución de un Israel poblado de israelíes, no de judíos con certificado de sangre.
Por otro lado, para que entre en la conciencia de los palestinos la imposibilidad material de la justicia original bastaría, me parece, con que Israel acabase con la Ocupación y reconociese un Estado palestino, incluso con fronteras muy disminuidas respecto del plan de partición de 1947. No es esta, desde luego, una conclusión optimista: no es más fácil imponer la legalidad internacional que hacer justicia. Menos aún si ello depende de un Estado cada vez más dominado por el supremacismo religioso y de unos aliados incondicionales (Europa y EEUU) que consideran la legalidad internacional un destornillador cuyo nombre hay que pronunciar todo el rato pero que solo debe sacarse de la caja de herramientas cuando no hay otra forma más expeditiva de ajustarle las tuercas al geoenemigo global.
Un protocolo rutinario
Me detengo un momento aquí. Estaba escribiendo el martes estas líneas cuando me interrumpió la noticia del bombardeo del hospital Al-Ahly en Gaza y la muerte de (otros) quinientos palestinos. Un minuto antes había leído (y traducido del hebreo con la aplicación de google) un twitt de Netanyahu que él mismo borró después: "Esta es una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, entre la humanidad y la animalidad", decía. El Tsahal, lo sabemos, ha querido sembrar dudas sobre el origen del misil asesino, lo que, ateniéndonos a manipulaciones precedentes, solo indica que (incluso si se hubiese tratado finalmente de un cohete de la Yihad) es virtualmente seguro que ha sido Israel; quiero decir que de Israel se espera que mate niños y que además, al menos provisionalmente, lo niegue. Es un protocolo rutinario, como el de sus bombardeos sobre población civil.
En este caso, su versión contiene, por lo demás, una cínica credibilidad que aumenta su utilidad. ¿Por qué un gobierno que anuncia el asedio medieval de la Franja, que deja sin agua ni luz ni combustible a dos millones de personas, que se jacta de estar llevando a cabo una guerra "no contra Hamas sino contra la población civil", un gobierno que ha pedido públicamente la evacuación de los hospitales y ha matado ya a tres mil personas, entre ellas más de mil niños, por qué ese gobierno -digo- habría de ocultar este nuevo crimen? Digamos que la versión del cohete yihadista tiene dos ventajas adicionales sobre la reivindicación bravucona. A Israel le da lo mismo quién mate a los palestinos con tal de que desaparezcan, pero si se logra hacer creer que ha sido Hamas o la Yihad (pues no se sabe realmente a quién señalan) con ello se consigue además degradar burlonamente al enemigo, incapaz de dirigir certeramente sus propios proyectiles, y neutralizar la tímida protesta de los occidentales (recordemos que Biden, en esos momentos de visita en Tel Aviv, ha apoyado la versión israelí). A esto hay que añadir que la polémica ha hecho olvidar no solo a las víctimas; ha hecho olvidar los otros crímenes ya cometidos por Israel, ha alejado la atención de los que sigue cometiendo y ha generado una ilusión de inocencia general: si descontamos esos quinientos muertos del haber del Tsahal, quizás Israel no es tan malo como lo pintan los palestinos. ¡Quizás hay que descontar más muertos! ¡Quizás no ha matado a nadie!
Ahora bien, yo quería comentar la frase de Netanyahu porque encaja, como anillo en dedo, como bala en recámara, en la ideología supremacista radical denunciada por Shlomo Sand. En una entrevista con Carlos Fernández Liria, trataba de fijar yo hace unos días los dos rasgos comunes de todos los "nazismos", y ello con independencia del nombre que les demos. El primero es, en efecto, el supremacismo racial, religioso o nacional que lleva a un grupo cerradamente etnocéntrico a autorizarse cualquier medida inmoral, en nombre de la superioridad moral, contra cualquier otro que, a sus ojos, menoscabe su existencia. El segundo rasgo, inseparable del primero, es el de concebir a ese otro como un estorbo ontológico colectivo; quiero decir que lo que encontraban intolerable y amenazador los nazis no era el comportamiento individual de algunos judíos: era su existencia misma como comunidad y, en este caso, como "raza" o "nación", que por eso mismo había que hacer desaparecer. Ahora bien, esta concepción implica, a su vez, dos mecanismos espantosos. En guerra permanente contra ese otro cuya existencia amenaza la mía, el "nazismo" (uno) no puede aceptar esas diferencias "civilizadas" que, incluso en la más incivilizada de las guerras, permite establecer o al menos invocar algún límite en la destrucción: me refiero a la diferencia entre civiles y militares y -más importante- la diferencia entre niños y adultos: el supremacismo no ve en el niño un niño sino un "judío" o un "negro" o un "indígena" o un "cristiano" o un "palestino": una amenaza, en definitiva, que conviene destruir en embrión (incluso, como decía Brenton Tarrant, el autor de los atentados de 2019 en Nueva Zelanda, "para ahorrarle ese trabajo a nuestros hijos").
Al mismo tiempo esta "indistinción" se basa en una diferencia metafísica absoluta (nosotros/ ellos; la luz/ las tinieblas; la humanidad/ la animalidad), lo que presupone (segundo mecanismo) un trabajo meticuloso de deshumanización del otro, al que hay que describir y tratar como a un "perro", un "piojo" o una "célula cancerosa"; al que hay que despojar hasta del nombre, sustituido por un número o un genérico. Nadie ha explicado mejor este trabajo de deshumanización que Primo Levi en Si esto es un hombre, esa obra indispensable y atroz que muchos israelíes parecen no haber leído.
Un sufrimiento secular
Es importante, pues, recordar esta lección sencilla a Netanyahu y a los supremacistas que lo apoyan: la diferencia "nazi"/"judío" no es una diferencia racial; no es una diferencia ontológica sino -si se quiere- "lógica": tiene que ver con la diferencia victimario/víctima: el victimario que concibe la existencia misma del otro como una amenaza siempre es un "nazi", la víctima tratada como un perro o un piojo o una célula cancerosa siempre un "judío". "Judío" no puede ser una "raza" o una "nación" sin que el judaísmo se vuelva de nuevo vulnerable. "Judío" es, sí, la medida universal del sufrimiento de cualquier colectivo expuesto al exterminio o a la expulsión. Yo no sufro pensando en los judíos de Auschwitz porque fueran judíos (porque fueran, digamos, de mi tribu); es su sufrimiento secular, y ese sufrimiento concentrado insoportable de los lager, el que de algún modo los volvió "judíos" para siempre, entendiendo por "judío" el sufrimiento cósmico, absoluto, que ningún ser humano debe jamás volver a soportar. Según este criterio, hoy los israelíes son mucho menos "judíos" que los palestinos. Por eso mismo, cada vez que los israelíes desplazan poblaciones, arrasan aldeas, bombardean niños indefensos desde el aire o dejan sin agua y sin comida a millones de palestinos, no solo están violando la legalidad: están (mucho peor en términos morales) faltando el respeto a los judíos: violando, si se quiere, la memoria del Holocausto. Esto lo han entendido muy bien esos pocos israelíes que protestan contra su gobierno y esos muchos judíos, fuera de Israel, que no aceptan que se cometa un genocidio (tipo penal forjado en 1948 por Raphael Lemkin, judío de Lviv) en nombre del pasado sufrimiento de los judíos.
Vuelvo al principio. No voy a pensar en los palestinos, por mucho que me duela su situación. Voy a pensar de manera egoísta. Voy a pensar en Europa, que no puede permitirse externalizar en Israel su antisemitismo ancestral, ahora proyectado sobre otros pueblos. Y voy a pensar en Israel, fruto y prolongación del antisemitismo europeo cuya existencia, en cualquier caso, no se puede negar ni revertir y que, aún más, debemos todos proteger. Hay que proteger a Israel, sí, de sí misma. Israel debe ser desionizada como el mundo musulmán debe ser desyihadizado. Esto es precisamente lo que sugiere Shlomo Sand cuando teme por el futuro de su hijo. Dice Sand: "Yo no soy sionista, creo que Israel debe pertenecer a todos sus ciudadanos, de diferentes orígenes, aunque puede mantener relaciones con los judíos de todas partes". Y añade ominoso: "Si no, Israel no va a existir en Oriente Próximo. Va a desaparecer como el reino franco de Jerusalén en tiempos de las Cruzadas".
Si eso ocurriera (cuidado con las fantasías justicieras) el mundo no sería mejor. Todo lo contrario.
Pensando también en su propia supervivencia, Europa no puede abandonar a Israel, la criatura que desprendió su antisemitismo: debe impedir que reproduzca, ahora contra otros "judíos", lo peor de sí misma.
Comentarios
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