Dominio público

La deshumanización de los niños, una puerta abierta al infierno

Oti Corona

Son blandos y suaves como una nube de azúcar, y tan bajitos que hay que agacharse para comunicarse con ellos. Esa comunicación es imprescindible, aunque a veces no te entiendan, te desprecien o estén pensando en sus asuntos. En sus primeras etapas, al ser la cabeza demasiado grande en relación al resto del organismo, tienden a caerse de morros y a darse coscorrones, preferentemente contra el suelo. Si levantan los brazos, las puntas de los dedos no les pasan de la coronilla, característica que les impide efectuar proezas tales como la voltereta o el pino. Con los años se van alargando, pero lo hacen de forma desigual, es decir, primero las extremidades superiores y después las inferiores, o viceversa, y esta confusión corpórea les lleva a seguir dándose de topetazos con cualquier superficie, vértice, arista o semejante con el que se crucen. Su escasa fuerza física los convierte en seres muy vulnerables. La voz es su mejor arma de defensa, y no por su elocuencia discursiva, sino porque la intensidad, tono y timbre de su llanto es insoportable para el oído humano. Cuando un niño llora, toda la tribu se pone en marcha con un solo propósito: que pare.

Cada uno de ellos se sabe especial por un motivo u otro, como uno chiquitín que se cruza conmigo de vez en cuando y que insiste en mostrarme su habilidad para guiñar en primer lugar el ojo izquierdo y luego el derecho, o como la nena que creció convencida de que tenía superpoderes porque era zurda, al igual que Beethoven o Marie Curie. Algunos se angustian por lo que desconocen; es el caso de aquel que llegó un lunes al colegio aterrorizado por culpa de un «movivo», un ser grande y redondo que vivía en la pared de su habitación, se movía muy lentamente y era, al parecer, invencible, pues sus padres habían fracasado en sus intentos de aniquilarlo de las más diversas formas. No nos supo explicar si se trataba de un animal o de una planta; solo sabía que el bicho les hacía enfermar, a él y a sus hermanos. Su madre por fin nos sacó de dudas: era moho vivo, o sea, una mancha de humedad.

Muchos hacen gracia sin querer, como los que preguntan a la maestra, sin poder contener la curiosidad, que de qué trabaja, o los que se confunden y nos llaman  «mamá», alguna vez  «papá» y, últimamente,  «abuela». O el que en una visita de la inspectora interrumpió la actividad para preguntarle si era la madre de la directora, una mujer diez años mayor. En otra ocasión, en una clase sobre frases hechas relacionadas con partes del cuerpo -pies para qué os quiero, hablar por los codos- un alumno aportó una expresión que solía escuchar de su padre, dirigida a su madre: «Que no me entere yo que este culito pasa hambre». O como la nena que había llegado pocos meses antes desde China y que me regaló una tarjeta decorada para felicitar mi cumpleaños con el título «Compreanos de Oti».

Por norma general, mienten menos que los adultos, saben bien qué es la lealtad, no les interesa demasiado el futuro, les asusta la oscuridad y lo inesperado, y sus prioridades son el juego al aire libre, el agua y la comida. Tienen mucho trabajo por delante, pues deben aprender a controlar los esfínteres, a sonarse, a bañarse y a vestirse, a atarse los cordones de los zapatos, a ir por el mundo sin avasallar, a medir el tiempo y organizar el espacio, a relacionarse con los demás de manera saludable.

Sabemos que ni la miseria, ni las guerras, ni el terrorismo se apiadan de la infancia. Lo demostraron los miembros de Hamás cuando mataron a niños y bebés a sangre fría o los tomaron como rehenes. El asedio de Israel sobre Palestina nos abre las puertas a un infierno nuevo, al horror sobre el horror. El gobierno israelí mantiene a los niños sin electricidad y sin apenas agua, les niega la ayuda humanitaria que necesitan y les bombardea sin descanso. Frente a las imágenes en las que se muestran esos cuerpos blandos, suaves y bajitos, ya sin vida, se han dejado caer las caretas y se ha superado el discurso de los daños colaterales. Ya no son solo los miles de niños palestinos asesinados; también es la negación de su inocencia, el reconocimiento de esos niños como objetivo militar, su deshumanización y la consiguiente justificación de sus asesinatos. Hemos dado una nueva vuelta de tuerca a nuestra capacidad para generar terror y solo nos resta preguntarnos qué será de nosotros en un mundo en el que se oficializa el menosprecio hacia la candidez, la esperanza, la ilusión y la ternura más genuina de los niños.

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