Dominio público

Feminización de la política

Silvia L. Gil

SILVIA L. GIL

06-10.jpgHemos asistido a la formación del primer gobierno compuesto por más mujeres que hombres en la historia de nuestro país. Las fotos de Carme Chacón embarazadísima pasando revista a la tropa han desplazado la idea de que hay lugares que son propiedad exclusiva de los hombres. ¿Feminización de la política? Sin duda nuestra sociedad ha cambiado, pero, ¿en qué sentido lo ha hecho? Por lo pronto sabemos que la imagen y el modo de ser del poder no son los mismos. También, que el feminismo ha consolidado su carrera institucional. Y que mientras, nuestras vidas, las de mujeres y hombres, son cada vez más precarias en cuestiones básicas como la vivienda, el trabajo, lo emocional y el frágil vínculo que nos une a los otros.

¿Qué podemos hacer en este nuevo contexto con las cosas que nos preocupan? ¿Qué resistencias y nuevas politizaciones pueden surgir?

"No hay nada tan revolucionario como una mujer feliz: el placer es lo central", decía una feminista recordando los debates de los años ochenta. Pero hoy nos tenemos que preguntar, ¿es realmente esto así? ¿Se opone el placer en algún modo al poder? ¿Mujeres felices al poder?

Era el año 1975 cuando el Movimiento Feminista despegaba en nuestro país con una fuerza inusitada. En poco tiempo miles de mujeres se daban cita en acciones callejeras, jornadas y manifestaciones. Por entonces, las ideas de liberación sexual de los 60 se extendían como la pólvora y en España encontraban un sentido concreto en las luchas antifranquistas. Para las feministas, la transformación de la sociedad pasaba por cuestionar radicalmente sus cimientos, lo que se traducía en la transformación de los rincones más profundos de la intimidad.

De ahí la fuerza de aquella consigna de "Lo personal es político" que tuvo la virtud de señalar la relación entre las estructuras sociales y nuestros modos de vida, entre el poder y la subjetividad, entre lo que es de dominio público y lo que se considera privado. Invitó a repensar lo político. El Movimiento Feminista supo combinar las reivindicaciones de derechos y libertades con una verdadera revolución existencial que puso los cuerpos patas arriba. En 1983, el mismo año en el que miles de mujeres hacían una gran marcha unitaria por el derecho al aborto se creaba el Instituto de la Mujer: comenzaba la larga marcha de la institucionalización del movimiento.

En 1991, la filósofa feminista Donna Haraway escribía: "En esta estructura económica la sexualidad, la reproducción, la familia y la vida comunitaria se encuentran entrelazadas de mil maneras [...]. El hogar, el sitio de trabajo, el mercado, la plaza pública, el propio cuerpo, todo puede ser dispersado y conectado de manera polimorfa, casi infinita, con enormes consecuencias para las mujeres y para otros". En la sociedad de la información, las fronteras entre lo privado y lo público saltan por los aires. El placer, lo privado, lo íntimo, ya no se encuentran en sí mismos fuera del poder, pues hoy la mercantilización de la vida, incluso de nuestros deseos más profundos, forma parte de la experiencia cotidiana. Las reivindicaciones en torno a la sexualidad, los cuerpos, el deseo y los placeres han saltado al centro de la escena, pero no para construir espacios de libertad, como hubiesen querido las feministas. Poco tiempo después de las palabras de Haraway y ya en la segunda mitad de los 90, se consolidan todas las medidas legalistas e institucionales en materia de género, y se reducen las cuestiones abiertas por el Movimiento Feminista a la gestión de la violencia contra las mujeres, a la paridad y a la igualdad formal, coincidiendo con la crisis generalizada de los movimientos sociales arrastrada desde principios de los 90.
¿Qué políticas pueden emerger en este nuevo escenario? Hablar de la Revolución con mayúsculas como pretendieran los movimientos de masas y las grandes organizaciones hoy en crisis no tendría mucho sentido. Pero cuando el poder nos impone el hecho de gozar tampoco parece oportuno pensar, según la fórmula feminista, que el placer sea en sí y por si sólo revolucionario, pues no hay nada a priori que le impida seguir la corriente del poder, del capital, que es hoy la que manda.

Hoy no se trata de que nos reprimen y que ser felices frente a esta represión nos hará más libres. Hoy se nos habla de libertad, se nos empuja a salir, a trabajar, a consumir y ser felices en ese continuo interminable al que se refería Haraway y que genera, paradójicamente, una profunda tristeza.

De una parte cierre institucional de las demandas, de otra, mercantilización del goce. ¿Cómo escapar a ambas lógicas? ¿Cómo producir deseos, gestos transformadores de verdad en este contexto? Es necesaria una política capaz de detectar los movimientos invisibles de ruptura con el poder que pese a todo no paramos de generar: cuando nos revolvemos en el trabajo porque estamos hartos de las condiciones que nos imponen, por ejemplo. Una política que no olvide que debe estar a la altura de las necesidades de las personas, es decir, que sea capaz de tomar en serio las cosas que nos pasan y nos preocupan en la vida: cuando exigimos no ser las únicas que cuidamos, cuando nos quejamos de la soledad o cuando denunciamos lo invivible de nuestro mundo. Una política sensible y capaz de dar cuenta de la diversidad de nuestros cuerpos: cuando nos juntamos con otros que son diferentes y rompemos las fronteras que nos separan o cuando hacemos visibles las diversas formas en las que nos atraviesa la precariedad. Una política que no habla de grandes alternativas, que no se basa en grandes relatos, que tampoco se reduce al placer incuestionado y que, sin embargo, nos acerca, nos junta y nos hace más fuertes.

Silvia L. Gil es feminista e investigadora independiente.

Ilustración de Patrick Thomas.

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