Dominio público

El Tigris y el Éufrates, el Piles y el Pilón

Pablo Batalla Cueto

Varios manifestantes, con banderas de Izquierda Unida. E.P./Alberto Ortega
Varios manifestantes, con banderas de Izquierda Unida. E.P./Alberto Ortega

En 1986 se fundaba Izquierda Unida. Su nacimiento era el resultado de la política de convergencia aprobada por el PCE tres años antes, tras el amargo despeñamiento electoral del ochenta y dos, cuando la obtención de solo cuatro escaños obligó al que había sido el gran partido del antifranquismo, avasallado ahora por la apisonadora de Felipe González, a buscar alguna forma de renovación. Bajo la dirección de Gerardo Iglesias —rápidamente boicoteada por el secretario general saliente, Santiago Carrillo—, se iniciaron negociaciones con otras fuerzas de izquierda, que finalmente fructificaron en aquella primera IU. Era literalmente —hay que reconocerlo así— un «pacto de perdedores»; de una calderilla de partidos pequeños con el algo menos pequeño, pero muy empequeñecido PCE, con el objetivo de optimizar las posibilidades electorales. Pero había alguna épica pese a todo en lo largo y muy distinto de las tradiciones políticas que allá se reunían.

El PCE sumaba por entonces 64 años de heroica existencia, que abarcaban revoluciones, huelgas generales, una guerra convencional y otra de guerrillas, decenas de miles de fusilados y encarcelados, las movilizaciones del antifranquismo. A él se unía ahora el PASOC, evolución del PSOE Histórico de Rodolfo Llopis, formación de la que por tanto podía decirse que el número de sus años eran los 107 transcurridos desde la fundación del Partido Socialista Obrero Español «en una clandestina comida de fraternidad organizada», cuenta hoy la página web de la Fundación Pablo Iglesias, «en una fonda de las numerosas establecidas en la céntrica calle [madrileña] de Tetuán, [...] a la que asistieron veinticinco personas: dieciséis tipógrafos, cuatro médicos, un doctor en ciencias, dos obreros joyeros, un marmolista y un zapatero». Más de un siglo en el que también cabían todas las formas posibles de la épica obrera y democrática, aunque sus siglas las secuestrase ahora el partido no refundado, sino fundado a secas en Suresnes.

El Partido Carlista aportaba a IU una tradición aún más antigua, iniciada en 1833 y de la que este otro PC, fundado en 1971, representaba la vertiente que, durante el franquismo, había protagonizado una fascinante evolución hacia el socialismo autogestionario. El PCPE, un partido de fundación muy reciente, pero cuya escisión prosoviética del PCE eurocomunista no dejaba de tener un calado ideológico y geopolítico notable. La Federación Progresista, poco más que un instrumento al servicio de la vanidad y la ambición de Ramón Tamames, pero algo pese a todo: el acento ecologista, una sensibilidad incipiente en España, de la que allá se congregaban algunas de las mejores cabezas. Y por allí andaban también Izquierda Republicana, otra formación venerable, fundada en 1934, y el Partido Humanista, una gente extravagante que salió de IU en cuanto emergieron informaciones sobre sus conexiones sectarias, pero que encarnaba otra tradición ideológica con personalidad propia, cuyo punto de partida era La arenga de la curación del sufrimiento del filósofo Mario Rodríguez Cobos, Silo, en un paraje andino conocido como Punta de Vacas.

Partidos distintos, distantes, que se habían matado entre ellos —literalmente— en el pasado. Tenía sentido que la coalición que armasen fuera una confederación cautelosa con la autonomía de cada cual, que se exigiese que lo fuera; lo tenía que aquello pudiera acabar —y en gran parte acabó— como el rosario de la aurora. Lo tenía que, más tarde, tampoco saliera bien una fusión, llamada Izquierda Alternativa, entre los restos del MC (maoísta en origen, más tarde un partido atento ante todo a los nuevos movimientos sociales) y la trotskista Liga Comunista Revolucionaria; fusión que entró a su vez en IU bajo diversos nombres. Décadas de zanjas y enfrentamientos no se suturaban así como así y, por otro lado, y como dice un refrán asturiano, no habiendo panchón (pan), todos discutían, y todos tenían razón.

Hoy hablamos, no ya de convergencia, sino de confluencia. Vuelve la atribulada izquierda del país a buscar maneras de armar la casa común de los distintos. Pero los distintos parecen menos distintos de lo distintos que eran entonces. Y la repetición de lo vivido en 1986, en estos últimos años que han alumbrado un Unidas Podemos y luego un Sumar, entre invocaciones a la configuración de un «frente amplio», parece más farsesca que trágica. Lo que se une hoy, cuando varios partidos de izquierda se unen, es no mucho más que una colección de startups imberbes, candidaturas personalistas indistinguibles en casi todo, iznoguds que quisieran ser califa en vez de el califa, que sin embargo sacan pecho por sus insobornables identidades y exigen un delicadísimo encaje de bolillos que las preserve. César Rendueles escribía en mayo del año pasado no recordar «otro momento con tan pocas divergencias programáticas entre la izquierda. Casi todo lo que hace años empujaba a diferencias estratégicas divisivas ha desaparecido o se ha atenuado muchísimo». Se usa en cambio la palabra confluencia como si mancomunaran sus sacras y caudalosas aguas, venidas de remotas cordilleras de ensueño, el Tigris y el Éufrates. Lo que se junta es más bien, ay, el Piles con el Pilón (sendos regatos gijoneses). Y habrá que decir, pues, que si aquello acaba mal y alguna de las piezas acaba separándose, tampoco es ningún drama.

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