Dominio público

La reforma de los cobardes

Alana Portero

La reforma de los cobardes

El pánico moral es un viejo fantasma que se libera y recorre el mundo cuando conviene atar en corto a los ciudadanos, especialmente a las ciudadanas, para ahorrarse medios en vigilancias y juicios. Un Estado policial siempre depende de la complicidad de sus habitantes, que hacen el trabajo gratis a sus autoridades a cambio de una repugnante sensación de saciedad, de venganza, de satisfacción por contribuir a mantener un orden y, sobre todo, por la harta sensación de ostentar el poder aunque sea un momento y sobre una sola persona. La defensa de la virtud, entendida esta como los valores rectos sustentados en la tríada: patria, familia y orden, es la ocupación de los miserables que no tienen otra cosa que hacer que juzgar al vecino, también opera en estas vigilancias una morbosidad ardiente, una necesidad acuciante, pulsiva y babosa de mirar por el agujero de la cerradura de las vidas ajenas.

La semana pasada, un joven concejal del pueblo de Illescas, renunciaba a su cargo en la concejalía de juventud, infancia y familia de la localidad toledana por la presión mediática, política y social recibida a cuento de una intromisión nauseabunda en su intimidad. Desde una campaña, orquestada o aprovechada por la derecha, en la que se compartieron antiguas imágenes de contenido explicito y fetichista del concejal, en grupos de whatsapp y telegram, además de sus ofrecimientos como sumiso en redes sociales, aplicaciones de contactos, etc; se ha puesto sobre la mesa, o sobre el lavabo de un cuarto de baño público como una raya de cocaína, la posibilidad de observar, regodearse y destruir la vida de una persona. La humillación del prójimo, la no consentida, es una cosa adictiva cuando se puede hacer desde el anonimato, hace segregar torrentes de serotonina a las peores personas y sirve bien para usarse como arma política cuando se trata de ir desplazando las sensibilidades ideológicas a la derecha.

Excusarse en las plataformas para defender el carácter público de una intimidad compartida, es la paz de los desgraciados que perseguían al monstruo de Frankenstein, tales ofrecimientos, tales búsquedas de satisfacción, se hacen en contextos muy concretos dentro del mar de las redes sociales y las aplicaciones para chatear, no digamos las que son específicas de contactos. Asomarse a esos lugares en busca de carnaza, es lo mismo que frecuentar parques, esconderse en setos y meneársela mirando a las parejas. Querer hacer de las practicas sexuales, libres y consentidas de una persona, una carta de reputación o un elemento que mida su valía, es una maniobra propia de luteranos sombríos enmoheciendo de inquina en una parroquia húmeda. Vale para un caso extremo como este y para cualquier pantallazo en el que se exponga a otro ser humano en un momento de vulnerabilidad, de desnudez, de deseo.

Asquea, pero no sorprende, el uso de la carta infantil para justificar el apartamiento político y el escarnio social. En tanto que concejal de infancia, familia y juventud, la intimidad de este hombre resulta peligrosa para los niños del pueblo según sus verdugos. Cuando no hay mata a la que agarrase, viene bien poner un niño sobre la mesa, o varios, o todos los de una localidad, como jugando al tute con vidas humanas, usando cebo infantil para dominar a la bestia de la opinión pública, que casualmente olvida, que según el último informe de Save the Children sobre este particular, el 42% de los abusos infantiles se da dentro de la familia, el 40% en el entorno cercano y solamente el 17% es cometido por desconocidos. No es difícil imaginarse a alguien pasando las imágenes íntimas del dimitido concejal a sus grupos de whatsapp mientras en alguna parte de su propia casa, un niño o una niña tiembla de miedo.

La incomodidad por las derivas y sexuales ajenas, las consentidas y exentas de coacción, dice más de quienes la padecen que de quienes son objeto de juicio. Por supuesto que podemos sentir desagrado por lo que alguien hace o deja de hacer con su cuerpo, su intimidad y su deseo, pero hacer de ello una vara de medir la humanidad y el desempeño público de otro ser humano, su calidad humana, no es solo mojigatería, es crueldad. Sucedió con otra concejala toledana hace doce años, sucede con este hombre y sucede cada día en contextos laborales, académicos y sociales.

Es deprimente, por otra parte, pensar en seres humanos incapaces de disfrutar y ser desafiados por las plumas de Dennis Cooper, Jean Genet, Elfried Jelinek, Anaïs Nin o Marguerite Duras. Por el cine de John Waters, Pasolini, Almodóvar o más recientemente Eduardo Casanova o Elena Martín.  Nos vuelca un volquete de herrumbre como sociedad esta pobreza de espíritu de lo pacato hecha alguacil de patio, este impulso moralón que encuentra placer clavando los mandamientos del buen sexo en la puerta del ayuntamiento.

En "Teleny", novela de Oscar Wilde que se tuvo por apócrifa durante mucho tiempo, sucede que en una orgía masculina, un personaje, el Spahi, realiza una práctica sexual que implica una botella, esta se le rompe dentro y prefiere suicidarse antes de ir al médico a que le atiendan. La reputación es un invento fascista, una mordaza autoritaria y una pobre excusa para ser una persona ruin.

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