Después de las elecciones al Parlamento Europeo del pasado día 9, habitamos una extraña resaca de contornos difusos. Por un lado, tenemos la consolidación de un bloque de derechas que palmotea el lomo del fascismo, le arroja buenos pedazos de carne y le permite dormitar a los pies del banquete porque todo señorito sabe que al mejor perro hay que cuidarlo, mantenerlo en forma y usarlo cuando toca. Por otro, da la sensación de que esos mismos proyectos avanzan con más ruido de cañones que firmeza.
No me malentiendan, los resultados de las derechas son potentes e incuestionables, pero teniéndolo todo a su favor, aupadas por campañas mediáticas descomunales y financiación que parece infinita, la victoria es clara pero no es, usando sus propios términos, una conquista total. Hay un espíritu de resistencia que quizá se percibe esquinado, débil y desconectado, pero que existe. La reacción de la izquierda francesa a la barrida de Le Pen, el anuncio de un Frente Popular -nomenclatura que, aunque sea solo como fetiche, sigue agitando épicas y esperanza en los corazones de las derrotadas- es una buena prueba, también lo poco que le ha durado el discurso a la derecha portuguesa tras destaparse el lawfare; el caso de Suecia, Finlandia y Polonia, que ejemplifica una reacción firme contra la ultraderecha, incluso desde posiciones conservadoras que no piensan que los derechos humanos son papel higiénico.
El proyecto europeo, heredero de la historia colonial, inevitablemente tenderá a enseñarle las pantorrillas al fascismo con cierta periodicidad, a desplazar su marco ideológico a la derechita en cuanto encuentre un resquicio, a creerse la pantomima histórica de la cuna de la civilización, toda esa leyenda de mármoles blancos y espadones sagrados que, por estética que sea, es una justificación legendaria para tratar al resto de la humanidad como bárbaros a los que mirar por encima de la frontera. Esa es la inercia que debe combatirse sin descanso, ese es el proyecto político que, irónicamente, salvará Europa de sí misma y podrá afianzar sus cimientos, si es que tal cosa es deseable.
El enemigo no es Mohamed, es el fondo buitre que no dudará en echarte en cuanto le salgan las cuentas y decida que el portal en el que vives es apto para vivienda turísitica. El enemigo no es Jabari, es el campechano que alienta guerras que tienen lugar a una distancia prudencial, las que están lo suficientemente lejos como para fantasear con su épica pero no oler sus muertos. El enemigo no es Deyanira, es la especiulación inmobiliaria que propicia que nuestros propios vecinos de la Unión Europea, alemanes, franceses, austríacos; colonicen ciudades y pueblos enteros y hagan sentir extranjeros a quienes nacieron allí, pienso en Málaga, Cádiz, Palma de Mallorca, Madrid, Barcelona o Sevilla.
Los proyectos de ultraderecha, incluido el gurú de Telegram que busca la inmunidad, no van a tener piedad alguna cuando toque vender la plaza, barrio o pueblo que habitamos, la codicia siempre acaba alcanzando lugares impensables y eso no es otra cosa que la mentalidad colonial cuando deja de mirar hacia fuera y decide mirar hacia dentro. La bonanza económica prometida como el vellocino de oro no va a rozar a nadie que lo necesite de verdad. La persona que va a ponerte las cosas más difíciles es la que más grita que va a protegerte porque eres compatriota. El auge de la ultraderecha debe entenderse como un fenómeno cíclico que cambia de aspecto y se adapta a los tiempos que le tocan. En Europa es un mal endémico, autoinmune, crónico, algo que no puede perderse de vista, que no debe dejar de tratarse. ¿Acaso esa sea nuestra verdadera identidad, la de un Dr. Jekyll que debe mantener a raya a Mr. Hyde para no hacer arder el mundo?
Estoy convencida de que esa intuición bondadosa y ese instinto de generosidad vigilante persiste, la victoria ultraderechista que no puede llamarse conquista es un buen ejemplo. Hay memoria.
Da la sensación, y esto vale para toda Europa, pero sobre todo para nuestra izquierda, de que hay unas brasas ardientes que solamente deben ser sopladas con la fuerza y habilidad justas. Quizá el caos de formaciones, caídas en desgracia, intentos, fracasos y disputas sea la entropía previa al ordenamiento de las partículas que de lugar al big ban de la izquierda española, también de la europea. Ojalá haya responsabilidad, altura política y personal para hacerlo. Las brasas son fuertes pero la llama se apaga y da miedo. La esperanza es lo último que se pierde, mientras, habla con tu vecina.
Comentarios
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