Dominio público

El futuro es un país extraño

Vladimir López Alcañiz

Historiador. Investigador en la Universitat Autònoma de Barcelona

Vladimir López Alcañiz
Historiador. Investigador en la Universitat Autònoma de Barcelona

 "El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera". Esta frase, la primera de la novela de L. P. Hartley El mensajero, condensa la experiencia fundamental de la modernidad: la ruptura con la tradición, el alejamiento del pasado a causa de la velocidad con la que el presente se transforma. Pero hoy vemos, además, que esa aceleración no solo nos ha extrañado el pasado. El mundo del ‘tiempo real’ ha oscurecido también la idea de futuro que antes guardaba las esperanzas de la sociedad. En la actualidad nos faltan palabras para pensar el porvenir, y las que encontramos no hacen más que intuir su carácter amenazador. No es casual que el cine muestre una vez tras otra el resultado de una catástrofe por llegar.

Sintiendo la urgencia del momento, Josep Fontana ha escrito un libro necesario sobre la situación actual del mundo: El futuro es un país extraño. Su diagnóstico es tan esclarecedor como inquietante. Ante la evidencia de que, durante la mayor parte de la historia, la humanidad ha experimentado un crecimiento mínimo, se plantea si el progreso sostenido de los últimos dos siglos y medio —que no hace mucho dábamos por descontado— no habrá sido en realidad un episodio excepcional que hoy anuncia su fin.

Si eso está por ver, lo que sí parece claro es que el bienestar social del que hoy —o hasta anteayer— gozamos no ha sido el resultado de la ilustración y la magnanimidad de los poderosos, sino de más de un siglo de luchas de los trabajadores, de huelgas, protestas, movilizaciones y revueltas que arrancaron concesiones y forzaron acuerdos por el miedo que infundían. De forma que debe reconocerse que la mayoría de los avances conseguidos, desde la reducción de la jornada laboral hasta el sistema de pensiones, ha sido fruto de aquella lucha. Sin ella, el Estado del bienestar tal como lo conocemos no habría llegado a existir.

Tras dejar esto sentado, Fontana ataca la actual crisis, sosteniendo que no fue ningún accidente, sino la consecuencia lógica de la rebelión de las élites, que al no temer ya a ninguno de los fantasmas que habían perturbado su sueño desde los tiempos de la revolución francesa, resolvieron que no era necesario seguir pactando. Que "había llegado la hora de restablecer la plena autoridad del patrón, como en los primeros tiempos de la industrialización, cuando no había límites para las horas de trabajo exigidas, ni se negociaba por los salarios".

Tal convicción se tradujo políticamente en la revolución conservadora iniciada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. De acuerdo ambos en que el Estado no era la solución sino el problema, con su actuación convirtieron ese prejuicio en realidad. Porque, como percibió José María Ridao, el recorte en los pilares del Estado del bienestar —la educación, la sanidad y las pensiones— no adelgazó el sector público, sino que se limitó a transferir los recursos hacia los ámbitos represivos. De resultas, el neoliberalismo consumó lo que supuestamente quería atajar: convirtió al Estado en enemigo de la libertad. Fontana ofrece datos elocuentes al respecto: hoy Estados Unidos tiene, en proporción, cinco veces más población reclusa que China, e invierte en cada preso más del doble de lo que gasta por cada estudiante en la educación pública.

Así, en ese umbral de nuestro tiempo que fueron los años setenta, dio comienzo lo que Paul Krugman llama "la gran divergencia" entre el enriquecimiento de los más ricos y el empobrecimiento del resto. Un proceso que ha sido posible gracias a una política dedicada a favorecer con denuedo los intereses de los poderosos. Una política temerariamente desreguladora y pavorosamente permisiva con la especulación financiera, que si no ha alcanzado niveles delictivos ha sido solo porque los especuladores han podido "modificar las leyes antes de cometer el crimen".

Detectada la enfermedad, ¿qué hay del remedio? Una de las principales dianas de Fontana es la política de austeridad. Según él, el dogma de la estabilidad presupuestaria no persigue en el fondo la reducción del déficit, sino que pretende utilizar el miedo que este provoca para desmantelar la red de protección social. Dicho claramente, la austeridad no busca resolver la crisis sino aprovecharse de ella. Además, el carácter gradual de los recortes oculta, entre otras tantas privatizaciones, la metaprivatización de los ciudadanos. Lo que se quiere vender no son ya los servicios, sino a la ciudadanía que tendrá que pagar por ellos después de que el Estado haya consentido su ruina para justificar su privatización.

Pero ese proyecto puede estar llegando a una asíntota, en la que maximizar los beneficios implique excesivos costes, pues no solo está amenazada la continuidad de los servicios sociales, sino que está en peligro la propia democracia y la sociedad civil en que se sustenta. Además, en todo el mundo se han alzado voces de protesta que han supuesto el despertar de las conciencias. Ahora hay que aprender a pasar de la conciencia a la acción, y a luchar por las viejas conquistas con métodos nuevos, porque los tradicionales han sido neutralizados.

En esta tesitura, dice Fontana, el historiador no puede permanecer al margen. Debe denunciar la falacia de aquellos análisis que afirman que no hay alternativas a la política actual. Y debe contribuir, tanto como pueda, a la urgente tarea de inventar un nuevo futuro tras la ruina del viejo —aquel que tuvo su origen en la encrucijada entre la Ilustración y la revolución—. Porque ese tiempo por venir, que hoy demanda una nueva gramática para poder ser habitado con el pensamiento, es el país extraño en el que tendremos que vivir.

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