Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
Creo que no existe un problema político más importante en este momento que la necesidad de formar un frente común para evitar un cambio de modelo social que no ha sido decidido democráticamente por los ciudadanos sino impuesto por poderes económicos que no representan a nadie más que a sus gestores. Pero una izquierda dividida no es capaz de ofrecer una alternativa seria a este atentado a la democracia. La división de la izquierda tiene una larga historia que se manifestó claramente en la guerra civil: mientras las derechas formaron un frente común, las izquierdas no olvidaron ni siquiera en esos momentos las luchas entre comunistas, anarquistas y socialistas. Y así nos fue. Y hoy, mientras el Partido Popular es capaz de aglutinar a liberales y conservadores, franquistas y democristianos, ateos y católicos, honestos y corruptos, la izquierda se divide en dos partidos nacionales, varios regionales y alguno en formación, frecuentemente enfrentados entre sí y a veces duramente. Por no hablar de la división de la izquierda en la Unión Europea. Quizás es el momento de preguntarnos por las razones de esta constante histórica.
Un componente esencial del pensamiento de izquierdas consiste en la actitud crítica ante lo que existe. La izquierda nació así, como cuestionamiento al poder vigente, mientras que las derechas, en general, dedicaron su discurso a justificar el orden social, dirigiendo sus esfuerzos a defender el sistema establecido o a reformarlo para lograr su continuidad. Y esta vocación de crítica a la totalidad ha perdurado en la izquierda hasta nuestros días, hasta el punto de volverse contra sí misma. Max Weber es el autor de la clásica distinción entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Según él, la ética de las convicciones tiende a aplicar los principios morales de modo absoluto, despreocupándose de las consecuencias que provoque la conducta. La ética de la responsabilidad, por el contrario, tiene en cuenta los resultados de la acción y es capaz de adaptar los principios a los fines que se persiguen. Creo que el error de Max Weber consiste en atribuir la ética de las convicciones al ámbito privado, reservando la ética de la responsabilidad a la acción política. Toda decisión moral incluye tanto los principios como los resultados de la acción, a riesgo de convertirse respectivamente en fanatismo o en oportunismo, tanto en la política como en la vida privada. Pero es verdad que en los dos ámbitos existen tendencias que ponen el acento en uno u otro aspecto. Y la izquierda ha insistido históricamente en los principios ideológicos de su concepción del mundo, muchas veces a costa de obtener resultados intolerables que terminan contradiciendo los mismos principios que postulaba. Una actitud coherente con el predominio de la ética de las convicciones: los principios se pueden permitir el privilegio de ser absolutos y de ejercer una crítica implacable a las contingencias cotidianas, mientras que esas consecuencias están llenas de matices y decisiones complejas. Nada es más dócil que las ideas.
Este fundamentalismo moral, junto con los inevitables personalismos y ambiciones personales, está en la raíz de la frecuente actitud sectaria de los partidos de izquierda, que con frecuencia exigen de los compañeros de viaje una identificación total con los principios y estrategias propias para considerarlos como tales. No se trata, por supuesto, de renunciar a los principios y caer en un oportunismo acomodaticio. Ni de olvidar las utopías, esenciales en el pensamiento de izquierdas. Ni de adherir a la siniestra doctrina del fin que justifica los medios. Sino de comprender que el objetivo de la acción política consiste en la transformación de la realidad y que la función de las ideas y principios consiste en hacerla posible. Utilizar los principios éticos para evitar el compromiso con las dificultades que entrañan las decisiones concretas necesarias para cambiar las cosas y refugiarse en el reino abstracto de las ideas implica hacerle un flaco favor a la ética.
Por supuesto que la deseable unidad de la izquierda no puede incorporar a cualquier sector que reivindique su pertenencia a ella. Porque hay que recordar que izquierda y derecha son términos espaciales y relativos, que dependen del término de comparación que se utilice: el Partido Popular podría situarse a la izquierda del Amanecer Dorado de los griegos. No puede afirmarse que cualquiera que proclame su condición de izquierdas tenga derecho a participar en la necesaria unidad de acción que estos tiempos exigen. El caso de ETA ilustra suficientemente la necesidad de estas exclusiones. Tampoco se trata de conseguir esa unidad aceptando sin crítica las posturas de quien tiene más poder. Creo que la cuestión que más importa en estos momentos consiste en la posibilidad de acuerdos entre las corrientes socialdemócratas, que proponen una profunda reforma dentro del sistema capitalista y otras posturas que rechazan cualquier posibilidad de vigencia del capitalismo y defienden el paso a modelos socialistas desde convicciones democráticas y no violentas. En estas dos posturas se incluye la inmensa mayoría de lo que se entiende por izquierda sociológica en este país.
Por ejemplo. Muchos de quienes pensamos que la socialdemocracia no es capaz de enfrentarse a crisis como la que estamos viviendo y que es necesario un cambio de paradigma creemos sin embargo que en este momento no puede descalificarse en bloque un partido como el PSOE al que han votado más de siete millones de ciudadanos, aunque sus dirigentes estén haciendo lo posible para seguir perdiendo apoyo popular. Esos votantes, en su gran mayoría, prefieren una sociedad que ofrezca sanidad, educación y servicios sociales gestionados por el Estado, que asegure los mismos derechos a todos los ciudadanos incluyendo el derecho a un nivel de vida digno, que se establezca una sociedad laica y libre de presiones de la Iglesia, que se limite el poder de los mercados financieros, que pague más impuestos quien más tiene, que los poderes públicos aseguren a todos el derecho a una jubilación suficiente, que permita a todos vivir libremente su sexualidad, que el acceso a la educación no sea un privilegio de las clases pudientes, que no se discrimine a nadie por su sexo, su nacionalidad o su color de piel, que se destinen recursos públicos a los países subdesarrollados. Y en estas y otras aspiraciones se reconoce el pensamiento de izquierdas, mucho más que en la proclamación de consignas y programas maximalistas.
Cualquier avance que se consiga en estos y otros objetivos es un avance que la izquierda debe considerar como propio, aunque sus gestores no respeten la ortodoxia ideológica. Descalificar a priori cualquier logro parcial bajo la acusación de "reformista" suele ocultar el deseo de instalarse en la comodidad de los principios generales para no verse en la necesidad de tomar decisiones comprometidas, siempre discutibles y nunca puras. Si esta crisis nos ha enseñado algo es que lo poco que se ha logrado (evitar desahucios, mantener abiertos hospitales y ambulatorios, evitar el cierre de muchos servicios sociales) ha sido por la acción conjunta de ciudadanos que olvidaron las siglas de los partidos y concentraron sus esfuerzos en objetivos concretos. Y lo más notable de estas movilizaciones es su pluralidad: militantes de todos los partidos, incluyendo votantes de la derecha, gente que nunca había pensado en salir a la calle, jóvenes y viejos, jubilados y parados, profesionales y amas de casa. Se ha dicho que el 15M y las sucesivas mareas que recorrieron las calles adolecían de falta de propuestas políticamente estructuradas. Por supuesto, pero esa es precisamente la función de los partidos políticos: traducir lo que la gente demanda en propuestas políticamente viables. Lo que se aprendió durante esta crisis es que la gente es capaz de olvidar diferencias para conseguir resultados concretos y habrá que esperar para saber si los partidos son capaces de aprender esta lección. Y ya llegará el tiempo de discutir programas más ambiciosos; ahora no estamos en una crisis pasajera sino en una emergencia que puede terminar con nuestro modelo de sociedad y que exige juntar las fuerzas disponibles. Mientras tanto ¿sería imposible pensar en una coalición de partidos de izquierda que se presentaran conjuntamente a las próximas elecciones, de modo que el voto a cualquiera de ellos valga lo mismo y se evitaran así las discriminaciones de la actual ley electoral?
Comentarios
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