Dominio público

El paso al acto

Santiago Alba Rico

Filósofo, escritor y ensayista

El paso al acto
Fachada de la Sede del Tribunal Constitucional, a 2 de diciembre de 2022, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

El verdadero misterio sin resolver es el del paso al acto.

Pero hay otros dos misterios previos: uno se llama normalidad, el otro excepción.

La normalidad es fundamentalmente repetición: todos los días repetimos gestos que retrospectivamente juzgamos por encima de nuestras fuerzas. ¿Cómo fui capaz ayer de ir al mercado y hacer la compra? ¿De levantarme de la cama para ir al trabajo? ¿De declarar mi amor? ¿De cambiar los pañales a mi hijo? Aquí encontramos un ejemplo luminosamente banal. En realidad no hay ningún instinto, ninguna predisposición biológica que enseñe a las madres a cuidar a sus hijos. Nada nos ha preparado para cambiar unos pañales, para mecer a un bebé, para pasar la noche en vela. Si lo hacemos no es porque tengamos las fuerzas para ello; nos limitamos a responder a la demanda inmediata de una vulnerabilidad radical que no podríamos ignorar sin que esa inhibición constituyera precisamente una ruptura o, lo que es lo mismo, un paso al acto: la muerte del hijo al que hemos dejado de atender.

Lo que llamamos excepción es justamente, pues, la ruptura de la repetición. Se dice: si convertimos a un hombre en una bomba acaba por estallar. Es verdad. Pero la mayor parte de los humanos somos ya una bomba y no estallamos: seguimos cambiando los pañales a nuestro bebé. Esas bombas sin estallar son lo que se conoce como normalidad. Todos nosotros, todos los días, en lugar de hacer estallar la bomba que llevamos dentro cambiamos los pañales a nuestro hijo. La ruptura de esa inhibición repetida es precisamente lo que denominamos "paso al acto". El paso al acto tiene que ver, por tanto, con la rebelión y con la violencia. ¿Por qué no se rebelan los hombres? ¿Por qué no son todos los días violentos? Pero una cuestión aún más difícil: ¿por qué de pronto nos rebelamos? ¿Por qué de pronto acometemos un acto de violencia? La rebelión y la violencia, como es sabido, no son inseparables y una rebelión, incluso con violencia, puede ser justificable, pero rebelión y violencia comparten, en todo caso, el misterio de la ruptura de la repetición. Nadie esperaba que los tunecinos en 2011 se rebelaran de manera justa y valerosa contra la dictadura; nadie esperaba que en 2007 cinco vecinos de Ripoll fueran capaces de matar cruelmente a dieciséis personas en las Ramblas de Barcelona. En 800 metros, el valiente documental de Leo Siminiani sobre el atentado en Catalunya, uno de los testigos dice estas reveladoras palabras: "Lo terrible es que las víctimas eran de los nuestros, pero también los terroristas eran de los nuestros". El paso al acto es un misterio porque, de alguna forma, cualquiera puede darlo.

No estallar es lo normal: es estar en el mundo; es crear un mundo compartido. Pasar al acto no es, por tanto, ceder a las presiones del mundo que nos han convertido en una bomba. Es todo lo contrario. Para pasar al acto tenemos que separarnos de él. Tenemos que convertirnos -según la caracterización que Hannah Arendt tomó de Gunther Anders- en "hombres sin mundo". La filósofa alemana asociaba esa "falta de mundo" al radicalismo revolucionario, pero es fácil extenderlo al fenómeno del terrorismo y, en general, a todas las formas de conspiracionismo. Y antes de eso a ciertas formas de violencia simbólica o discursiva que, ocultas y dispersas en las costuras de la opinión pública, salen a la luz para situar al hablante y a sus oyentes fuera del mundo común.

No hay ninguna necesidad mecánica que conecte la normalidad y el gesto de ruptura. Hay una decisión individual que, como todas las decisiones individuales, permanece en el más inescrutable de los misterios. Es sencillo para un historiador establecer alguna continuidad entre la humillación de Versalles, la crisis económica y Hitler. Pero solo es posible establecer esa relación una vez se ha producido el paso al acto; en realidad, como saben los buenos historiadores, esa conexión podía muy bien no haberse producido. Antes de que Hitler cruzara la frontera de Polonia no había cruzado la frontera de Polonia; antes de que estallara la bomba en Atocha no había estallado la bomba en Atocha. Ahora bien, el acto mismo, una vez ejecutado, sí introduce en el mundo un cierto mecanicismo. El acto -la ruptura de la repetición- funda el marco de sentido en el que el acto mismo adquiere sentido; y funda por eso mismo un nuevo marco de repeticiones. Funda, si se quiere, un nuevo mundo. Hitler no era un destino; el Holocausto sí. Hitler fundó un nuevo marco en el que mucha gente, en lugar de repetir el gesto de ir a la compra y cambiar los pañales a su hijos, repitió, a pequeña o gran escala, el gesto de Hitler con el que Hitler autorizó e hizo casi inevitable el de sus seguidores. De la misma forma, el Estado Islámico empezó con aislados actos de terrorismo fuera del mundo y acabó creando un nuevo mundo en un vasto territorio, con capital en Raqa, al que mucha gente se sumó con entusiasmo y por propia voluntad. Acabó siendo un Estado de verdad, con inspectores de Hacienda, industria cinematográfica y ceremonias colectivas, en el que se repetían con absoluta normalidad gestos terroríficos aplaudidos por miles de personas.

Una sociedad democrática se puede permitir gestos aislados de ruptura, por muy trágicas que sean las consecuencias. El problema se plantea cuando mucha gente queda al mismo tiempo fuera del mundo, separada en no-mundos paralelos, y ello como consecuencia de la erosión del espacio común. Es entonces cuando la posibilidad del paso al acto se vuelve no inexorable pero sí inminente. Se puede vivir mucho tiempo, es verdad, en la inminencia; se puede vivir toda la vida  -lo llamamos normalidad- en la inminencia, pero a nadie puede extrañarle, una vez se dan estas circunstancias, que misteriosamente, de pronto, miles de personas crucen el umbral y traduzcan ese paso en actos de ruptura potencialmente fundacionales.

En términos políticos, la democracia es, sobre todo, un marco de repeticiones institucionales pensado para repetir el conflicto de tal manera que nadie, ni de palabra ni de obra, pase al acto. Es un mundo común de reglas y de formas, lo que incluye una retórica específica en la relación con el contrincante político. Pues bien, la ruptura con ese marco está a punto de producirse. Hace unos días Esteban Hernández comentaba en El Confidencial una encuesta realizada en 28 países que demuestra que las mayorías sociales no se sienten ni escuchadas ni entendidas por los políticos y reclaman un "líder fuerte"; hasta un 43% de los encuestados (un 50% en Inglaterra, un 33% en España) van más allá y declaran estar dispuestos a violar las reglas y traspasar los límites democráticos con tal de quebrar una repetición que no identifican ya con su "mundo". Hemos visto el caso de Alemania, el país más democrático de los consultados en la encuesta, donde un grupo muy nutrido de nostálgicos del III Reich, fuera del mundo, estaba a punto de asaltar el Parlamento, dar un golpe de Estado y fundar un cuarto imperio. También lo vemos, por el momento de palabra, en España. Ayuso hace tiempo que, desde fuera del mundo (un no-mundo amenazado por inexistentes comunistas a los que se acusa de golpistas), se niega a repetir las palabras de la democracia y dice otras, desde las propias instituciones, que atraen a mucha gente al exterior de la repetición. Pasa lo mismo, naturalmente, con Vox y sus dirigentes; y con algunos medios de comunicación y periodistas que firman incluso comunicados apremiantes tratando de fundar un nuevo marco desde el estado (verbal) de excepción. Pero el paso al acto se produce asimismo cuando algunos jueces, en lugar de repetir las rutinas de la ley, cuestionan preventivamente, desde los órganos supremos del Estado, la labor legislativa del Gobierno y el Parlamento. Lo hacen confraternizando en despachos cerrados, donde ya no oyen la voz del mundo, en la inmanencia cerrada de conspiraciones partidistas y fratrías corporativas, con más o menos conciencia de la gravedad de su paso al acto, que busca imponer nuevos marcos de repetición mecánica. Ya estamos todos ahí, deslizándonos poco a poco fuera del mundo común, por contagio o por reacción; nos deslizamos poco a poco, un pasito cada día, una palabra cada día, una sentencia cada día, hasta que lo único común que quede sea la in-comunicación determinista que generaliza la violencia; la in-comunicación fanática que sustituye, es decir, el conflicto reglado que llamamos democracia por la repetición sin pañales que llamamos guerra.

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