Dominio público

Cocodrilos en el Bidasoa

Jonathan Martínez

Periodista

Cocodrilos en el Bidasoa
Un migrante realiza una ofrenda floral, en el río Bidasoa, desde el Puente de Santiago, a 11 de marzo de 2022, en Irún, Guipúzcoa, País Vasco (España). Europa Press (Foto de ARCHIVO)

El 4 de abril de 2008, en la periferia rural de Antioquia, una partida del Ejército colombiano abatió en feroz batalla a seis malhechores adscritos a la insurgencia y el narcotráfico. Fue un operativo de provecho. En las fotografías, los delincuentes yacían sobre la grava de una carretera, retorcidos en posturas inverosímiles y con las manos aún cerradas sobre las empuñaduras de sus Kalashnikov igual que un bebé se aferraría al meñique de su madre. La comparación no es gratuita: entre los fallecidos había menores de edad, muchachos de tez oscura y cabellos rizados que habían cambiado a toda prisa el biberón por los fusiles.

Durante mucho tiempo no hubo otras versiones de aquel suceso. Los muertos no tuvieron ocasión de entregar su testimonio, de modo que fueron sus verdugos quienes escribieron la historia, una historia de la que casi nadie habría dudado si el juez Alexánder Cortés no hubiera abierto indagaciones. Había motivos sobrados para la sospecha. Los cadáveres llevaban botas nuevas y uniformes de camuflaje con tallas demasiado grandes. Parecía como si vinieran de una fiesta de disfraces. El examen forense detectó impactos de plomo a tan corta distancia que nadie volvió a pensar en un intercambio de disparos sino en una ejecución a quemarropa.

Con casi toda certeza, los militares secuestraron a seis inocentes, los vistieron de guerrilleros y los reventaron a balazos para cobrar una recompensa que había establecido en secreto el presidente Álvaro Uribe. Por eso retocaron el escenario del crimen y deslizaron algunas granadas en los bolsillos de las víctimas. A uno de los menores incluso le calzaron las botas del revés. Qué importaba. Bastaba que parecieran forajidos. El juez Cortés había desempolvado otro episodio similar que se remontaba a 2007. En aquella ocasión, el Ejército había suprimido a dos vecinos a los que hicieron pasar por militantes de las FARC.

Al juez Cortés lo destituyeron en 2010. Para entonces, el escándalo de los falsos positivos ya había encendido su mecha e iba a estremecer las conciencias de la sociedad colombiana. La Jurisdicción Especial para la Paz llegó a contar 6.402 ejecuciones extrajudiciales y algunos de los asesinos terminaron confesando su culpa delante de las familias de los desaparecidos, que a menudo aparecían repartidos en fosas comunes, envueltos en bolsas de plástico y catalogados como narcoterroristas en los papeles oficiales. Los reclutadores llegaban a los barrios más destartalados y escogían a jóvenes con trastornos psíquicos, desempleados o toxicómanos. Después los mataban. Uribe pagaba 1.400 euros por cada guerrillero muerto aunque no fuera guerrillero.

El presidente, pariente carnal de las derechas españolas, abandonó la presidencia en 2010 presumiendo de haber eliminado a 19.405 combatientes. Aquel año viajó a Madrid para repartirse con José María Aznar un premio de la Fundación San Pablo CEU por su "decidida lucha contra el terrorismo". Unos meses después, estrechó lazos con Iñigo Urkullu en la sede bilbaína del PNV. Su mano derecha en los servicios de inteligencia, Jorge Noguera, acababa de encajar una condena de 25 años por el homicidio del sociólogo Alfredo Correa de Andréis. En 2020, cuando la Corte Suprema ordenó arrestar a Uribe por soborno y manipulación de testigos, Vox corrió a promover una moción solidaria en el Congreso.

Los crímenes de Estado han regresado a la actualidad. El martes, el Fiscal general de Colombia anunció que investigará a seis mandos del Ejército con la esperanza de resolver 141 ejecuciones extrajudiciales registradas bajo la jefatura de Uribe. Mientras tanto, a este lado del Atlántico, Gipuzkoa asiste a una réplica menor y chabacana de los falsos positivos colombianos. Por lo visto, el jefe de la Brigada de Extranjería y Fronteras de la Policía Nacional en Irun quería obsequiar con días de libranza a los agentes que practicaran más detenciones. Cuantos más arrestos, más vacaciones. El Ministerio de Interior ya ultima un expediente disciplinario.

El 12 de enero de 2021, la Prefectura de Pirineos Atlánticos avanzó el cierre de ocho pasos fronterizos vascos. Si la pandemia había servido de argumento para blindar las fronteras en 2020, ahora ya solo quedaba en pie la coartada de la "lucha contra el terrorismo". En la prensa se empezó a hablar de "vallas antimigrantes". La desembocadura del río Bidasoa traza la linde que separa el País Vasco de le Pays Basque, una raya difusa y poco tajante para tantos habitantes que comparten hábitos y lengua y que se habían acostumbrado a las promesas transfronterizas del espacio Schengen. A finales de 2022, la gente se organizó para derribar las vallas y las autoridades francesas se organizaron para reponerlas.

Igual que España ejecuta devoluciones en caliente en Melilla, Francia ejecuta devoluciones en caliente en Hendaia. El colectivo Irungo Harrera Sarea ha denunciado el sesgo racial de los controles policiales, que solo intervienen cuando despuntan rasgos étnicos árabes y africanos. Puesto que el paso fronterizo se ha convertido en un muro infranqueable para las pieles de color oscuro, los migrantes más desesperados no han encontrado mejor opción que intentar cruzar a nado el Bidasoa. Desde que Francia bajó las barreras, han fallecido ahogadas al menos nueve personas. El último se llamaba Abderrman Bas. Tenía 25 años y era de Guinea.

En 1998, después de que Baltasar Garzón clausurara el diario Egin, Jon Idigoras lanzó al ruedo público una original propuesta antirrepresiva. "Vamos a poner cocodrilos en el Ebro". El mismísimo José María Aznar se había jactado del cierre desde Turquía. "¿Alguien pensaba que no nos íbamos a atrever?". Ahora, cuando van a cumplirse veinticinco años de una operación que el Tribunal Supremo terminó declarando ilícita, algunos han aplicado en el norte la propuesta fluvial de Idigoras. Hay cocodrilos en el Bidasoa no para proteger a la gente de los abusos del Estado sino para que el Estado siga abusando de la gente.

A quién le importan los muertos sin patria, los desarrapados anónimos, los sin techo, los sin suelo, los sin nada. Un día de vacaciones por arrestarlos. 1.400 euros por llenarles el cuerpo de balas. En Gipuzkoa o en Colombia. Flotando bajo el puente de Behobia o envueltos en una bolsa de plástico en un pudridero de Bogotá. Una y otra vez los mismos verdugos. Una y otra vez la misma desgracia.

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