Dominio público

Caperucita y María Feroz

Jonathan Martínez

Periodista

María Guerra, presidenta de la Asociación de Informadores de Cine de España (AICE), en una imagen de archivo. EFE/Javier Cebollada
María Guerra, presidenta de la Asociación de Informadores de Cine de España (AICE), en una imagen de archivo. EFE/Javier Cebollada

Quienes me conocen saben que me gustaría retirarme en las páginas de algún suplemento cultural, una revista de cine o uno de esos magacines gafapastas con reportajes a doble página sobre literatura guatemalteca o sobre el batería de una banda emergente de Ponferrada que nadie ha escuchado nunca. Hubiera sido una delicia cubrir la rueda de prensa de Víctor Erice tras la entrega del Premio Donostia o entrevistar a Irene Vallejo para preguntarle por La leyenda de las mareas mansas, un libro nuevo que promete pedagogía infantil y mitología griega a partes iguales. Es verdad que no vivimos en el volcán social de los ochenta pero hay una efervescencia creativa nada desdeñable.

Con las inercias informativas es muy fácil atorarse en las páginas de política, en la sección de sucesos o en las locuciones deportivas. Después de todo, nuestros periódicos se quedarían en los huesos si les quitáramos el fútbol, las reyertas parlamentarias y la crónica negra. El bueno de Galder Perez, que además de ser un actor formidable presenta Kultura.eus en Radio Euskadi, me preguntó una vez si me sentía más cómodo en su programa o en el programa de actualidad de las mañanas. Las comparaciones son odiosas, pero el periodismo cultural está llamado a hablar de ideas que perduran mientras que las rutinas de la política suelen ser poco provechosas y más bien inanes.

El otro día, sin embargo, tuve que reformular mis propios prejuicios. La periodista María Guerra intervino en la entrega del Feroz Zinemaldia con un discurso tan realista como apocalíptico en el que habló de la precariedad y la ausencia de horizontes en el periodismo cultural. Los medios de comunicación, dice Guerra, tratan muchísimo mejor a los periodistas de política y de deporte que a los de cultura. "Hay que apuntar a las grandes cabeceras, a las televisiones y a las radios". Según Guerra, los directores de los medios hegemónicos pagan a sus emisarios culturales con pases especiales y con fiestas. "El periodismo se paga con dinero".

La reflexión era necesaria y el público no escatimó en aplausos. Al fin y al cabo, ¿quién podría negar a un periodista su derecho a ganarse el pan con su trabajo? ¿Quién se atrevería a defender la racanería salarial de los jóvenes informadores aunque, según Guerra, cada vez es más difícil encontrar periodistas culturales menores de treinta años porque la mayoría ha terminado arrojando la toalla? No obstante, esta preocupación es de un modo u otro extrapolable a las páginas de política y de deporte porque afecta a la propia deriva del periodismo y a los nuevos modelos de negocio del ecosistema digital.


La web 2.0, con su bosque de redes sociales y creadores de contenido, ha prosperado sobre la base de una aparente gratuidad. Pagamos por la banda ancha y esperamos a cambio una oferta innumerable de servicios, información en tiempo real, proveedores de streaming, la receta de un pastel de tofu o el vídeo muy gracioso de un chimpancé vestido de pirata. Hemos cumplido, en apariencia, el sueño enciclopédico de los ilustrados franceses aunque la democratización de la cultura haya acarreado un reverso lúgubre. Se trata de un modelo que precariza a los informadores y artistas mientras un selecto olimpo de empresarios se monta en el dólar gracias a los ingresos publicitarios.

Lo hemos repetido una y mil veces hasta que ha dejado de impactarnos: cuando no pagamos por un producto, el producto somos nosotros. Dado que accedemos a servicios gratuitos, entregamos a cambio nuestra alma al diablo en forma de hábitos de navegación, privacidad, publicidad cada vez más segmentada e invasiva. Por si quedara alguna duda, ahora sabemos que Meta contempla crear cuentas de pago para Facebook e Instagram de modo que los usuarios abonados sorteen el rastreo publicitario. Poco cabe añadir a la implantación de la modalidad premium de Twitter, que garantiza a sus clientes una visibilidad mayor a cambio de un módico desembolso mensual.

"Desde que Twitter empezó a priorizar a quien paga, mi actividad laboral ha caído bastante", escribe la periodista Azahara Palomeque. Si el algoritmo de la red social ya fomentaba una esclavitud de los sentidos, el escándalo efímero y los argumentos jibarizados, el nuevo sistema de pago penaliza aún más a los profesionales y los sumerge en un bucle infinito: si eres invisible no trabajas y si no trabajas eres invisible. La visibilidad del periodista, por cierto, acarrea aluviones más o menos frecuentes de insultos cibernéticos. Aspirábamos a ser Ryszard Kapucinski y hemos terminado condenados a administrar nuestras redes sociales como si fueran un servicio de atención al cliente.


¿Qué hacer cuando las televisiones privadas se enlodan en el amarillismo para informar sobre el incendio de dos discotecas sin licencia en Murcia? ¿Cómo actuar cuando los digitales se refugian en el clickbait porque ese es el modelo informativo que hemos elegido, es decir, el titular llamativo, el retuit automático y los banners publicitarios? Uno se siente tentado a concluir que las instituciones están llamadas a salvaguardar el periodismo ante una ciudadanía que se siente indefensa en este océano de ruido y noticias falsas. En cambio, seguimos viendo gobiernos que utilizan los medios públicos como arietes políticos o que subvencionan a tocateja la gresca violenta de los digitales ultras.

A menudo recuerdo a una estudiante de periodismo que me preguntó en una ocasión qué futuro nos espera. Ahora me la imagino como esa Caperucita Roja que tiene un sueño, compartir una redacción, escribir crónica social, cubrir una guerra, llegar a casa de la abuelita antes de que el lobo feroz de la realidad se interponga en su camino. Entonces sabrá que no hay sueños que valgan y conocerá la precariedad, la incertidumbre de un futuro sin futuro, y sonará una vocecita en su cabeza que le pedirá que se resigne y se busque un trabajo de verdad, que deje las teclas, que arroje la toalla. Necesito matizar la denuncia de María Guerra. No es que esté muriendo el periodismo de la cultura, sino que está muriendo la cultura del periodismo.

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