Dominio público

La memoria de los peces

Jonathan Martínez

Periodista

Plaza de Mayo, Buenos Aires (Argentina)
Plaza de Mayo, Buenos Aires (Argentina).-Pavel Spinder

Hace unos días, revolviendo entre viejos libros, revistas y otros materiales de derribo, encontré varias grabaciones primerizas de Ismael Serrano y, con un gesto casi inconsciente, rescaté el CD de La memoria de los peces para reproducirlo una vez más después de tantos años. Aunque ya es una experiencia en vías de extinción, aún me gusta escuchar los discos del tirón, canción tras canción, pista por pista, como quien pasea por una vereda que le resulta familiar y reconoce un árbol aquí y allí una encrucijada, pequeñas muescas del terreno, accidentes geográficos que jalonan el camino. En medio del caos, nos refugiamos en esa clase de reductos donde las cosas aún guardan cierto orden.

Pasear por La memoria de los peces me empuja desde las filas rotas de un bando vencido hasta una madrugada de clase obrera en el metro de Madrid, que también tiene algo de trinchera. Vuelo desde el Palacio de La Moneda hasta la Plaza de Mayo huyendo de manadas neonazis (mi vida, no hay derecho a salir con miedo a la calle). "¿Qué va ser de mí?", nos preguntábamos entonces, en 1998. Han pasado veinticinco años y ya somos todo lo que temíamos o deseábamos. Es curioso porque la música nos teletransporta no solo a otros tiempos sino también a otros lugares, y ahora casi recuerdo cuándo y dónde sentí por primera vez estas canciones.

Hay una larga genealogía en la tarea de recordar. Lo cuenta la historiadora Frances Yates en El arte de la memoria, un viaje por la mnemotecnia desde la nostalgia de las polis griegas pasando por el ingenio sobrehumano de Giordano Bruno. Todo empezó con un banquete celebrado por Escopas en Tesalia. En un momento dado, el techo se derrumbó sobre los comensales y los cascotes dejaron un rastro de muerte tan atroz que parecía imposible reconocer los cadáveres. El poeta Simónides de Ceos, que pudo salvar su vida, reconoció los cuerpos desfigurados porque recordaba con precisión qué lugar había ocupado cada invitado alrededor de la mesa.

Entre sus consejos sobre oratoria, Quintiliano hace valer esa poderosa facultad de la memoria: el íntimo vínculo que los recuerdos desarrollan con el espacio. Cicerón va a tirar del mismo hilo. En una Grecia antigua de oradores y poetas, también en las ciudades romanas, no debió de ser extraño encontrar a jóvenes estudiantes de Retórica paseando entre los templos y las ágoras, tratando de asociar cada una de las partes de un discurso a diferentes volúmenes arquitectónicos para después recordarlas en orden. Como quien pasea de nuevo por una vereda que le resulta familiar y reconoce un pórtico aquí y allí una columnata.

El método loci o palacio de la memoria es aún hoy una herramienta popular entre estudiantes y opositores, mucho más después de que Benedict Cumberbatch interpretara a un Sherlock Holmes capaz de recordar las más absurdas nimiedades. Es también un truco de los memoriones que compiten en encuentros internacionales donde tratan de retener las más largas secuencias aleatorias de cifras o el mayor número de naipes en un orden determinado. En el documental Memory Games, Janet Tobias y Claus Wehlisch metieron las cámaras en esos campeonatos con un resultado a ratos iluminador y a ratos desconcertante.

Hace algunos años, escuché a una activista por la memoria —no recuerdo quién, maldita memoria— que defendía la necesidad, casi la urgencia, de revolver las cunetas de la guerra para extraer los huesos perdidos y devolvérselos a sus familiares. Existen argumentos de todas las texturas y colores: reparación, dignidad, consuelo, ciencia. Sin embargo, hubo una frase que me golpeó con tanto tino que todavía hoy me baila entre los pensamientos: "todos necesitamos algo tan esencial como un lugar donde depositar un ramo de flores". Aunque no depositemos flores. Aunque no acudamos al lugar.

Con La memoria de los peces he regresado a Buenos Aires sabiendo que los desaparecidos de Videla volverán a desaparecer con Milei. No por azar, la vicepresidenta propuso desmantelar el Museo de la Memoria de la Esma —el campo de concentración de la Esma, el centro de torturas de la Esma— sabiendo que la memoria se adhiere a los lugares. A veces basta borrar un edficio para que se borren junto a él todos sus recuerdos. O para que se reformulen. Lo contaba Pilar Calveiro, que fue secuestrada por un comando de Areonáutica y conoció los tormentos de la Esma. "El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria".

Puede que el memorialismo alemán sea insuficiente e imperfecto, pero es difícil sustraerse a las comparaciones. El solar donde incineraron el cadáver de Adolf Hitler, por ejemplo, terminó convertido en un vulgar aparcamiento que no se presta a honores ni peregrinaciones. Nada que ver con el mausoleo demencial del Valle de Cuelgamuros. De hecho, Madrid libra una extenuante batalla por la reinterpretación de la memoria histórica en calles y monumentos. Así, los nombres de Largo Caballero, Justa Freire, Miguel Hernández o Almudena Grandes han sucumbido bajo el peso de la División Azul, Millán Astray y las exaltaciones legionarias.

Dice la creencia popular que los peces disponen de una memoria breve y absorta. En la épica animada de Buscando a Nemo, la pobre Dory sufre fugas de recuerdo a corto plazo que la llevan a perder el hilo de la realidad con efectos humorísticos. Pero el mito tiene las piernas cortas. En los últimos años, un grupo de investigadores de la Universidad de Alberta, Canadá, ha estudiado la conducta del pez limón con resultados esclarecedores. Tras un lapso de doce días, los animalillos aún recordaban el punto exacto donde habían sido alimentados. Una vez más, los recuerdos amarrados al espacio. Para que la memoria tenga lugar, hace falta hacer lugar a la memoria.

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