Ecologismo de emergencia

Tordesillas, radiografía de la España Negra

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia, subdirector del Observatorio Justicia y Defensa Animal y autor de ‘Pan y Toros. Breve historia del pensamiento antitaurino español’

Un toro y corredores durante un encierro por las calles de Tordesillas, a 13 de septiembre de 2022, en Tordesillas, Valladolid, Castilla y León (España). -Claudia Alba / Europa Press
Un toro y corredores durante un encierro por las calles de Tordesillas, a 13 de septiembre de 2022, en Tordesillas, Valladolid, Castilla y León (España). -Claudia Alba / Europa Press

En 1899, el pintor y escritor asturiano Darío de Regoyos publicó un libro en el que narraba sus viajes y peripecias por una España repleta de tradiciones bárbaras, de corridas de toros, de procesiones, cementerios, pillaje, muerte y sangre. Cómo no, el libro llevaba por título España Negra y, por su afán crítico y reformista, está considerado como una obra precursora de la Generación del 98.

A día de hoy, más de cien años después, esta España fantasmagórica, oscura, supersticiosa y de barbarie sigue estando muy viva. A pesar de que estamos en pleno siglo XXI, y de que nuestro país ha evolucionado, y para bien, en muchas cosas, parece que esa España Negra que denunciaba Regoyos sigue teniendo vigencia. El autor asturiano no llegó a pasar por Tordesillas pero, de haberlo hecho, seguro que hubiera dedicado algunas páginas de su obra a denunciar el conocido como Torneo del Toro de la Vega.

Este "torneo", en el que siempre ganan los mismos, consistía, hasta hace muy poco, en un toro acosado, perseguido, golpeado, acorralado, herido y, finalmente, asaetado a lanzazos a plena luz del día, como si fuera una simple jira campestre o una inocente merienda, solo que llena de sangre. La presión social, que llegó a límites inauditos, logró que en 2016 se prohibiera la parte más cruel del festejo. El toro podría ser acosado, perseguido, acorralado, humillado..., pero no moriría en público. Y así hemos llegado hasta hoy, un día en el que, desde Tordesillas y desde sus instituciones, se ha intentado, hasta el último momento, ir recuperando los elementos más sanguinarios de su fiesta, reclamando su "derecho" a hincar hierros y arpones en el toro porque, total, es un toro, y así se ha hecho toda la vida de dios.

Tal vez muchos y muchas no lo sepan, pero los reglamentos de espectáculos taurinos condenan a la muerte —eso sí, en un matadero, por improvisado que sea— a los toros que son usados en este tipo de festejos, y que no acaban muriendo en el espectáculo en sí. La razón es muy simple: el toro es un animal inteligente, y aprende. Si se usara al mismo toro en dos espectáculos, el animal, inocente, asustado y en pánico, utilizaría su conocimiento para defenderse mejor, y esto resultaría peligroso.

Pero parece que no es suficiente la muerte del animal en un matadero, sino que, para algunos, esta debe producirse con el mayor sufrimiento, sangre y dolor posibles para el animal. Al fin y al cabo, es el triunfo de la bestia sobre el animal, y la bestia aquí es el ser humano.

En Tordesillas habrá personas de todo tipo y, evidentemente, no se puede juzgar a toda una localidad por lo que hagan algunos de sus convecinos. Sería injusto. Pero, al mismo tiempo, e indudablemente, y junto a los nombres de otras localidades, el de Tordesillas está, por derecho propio, unido íntimamente a la barbarie, la sinrazón y la crudeza de una diversión medieval que, tanto dentro como fuera del pueblo, muchos siguen defendiendo.

Lamentablemente, el Toro de la Vega no es una excepción en esta España Negra, profunda, cruda y cruel que seguimos padeciendo, y que ensucia, de puertas afuera, el nombre de nuestro país. Pero, como ejemplo de un extremismo perverso y de un deleite sangriento, esta tradición se merece un lugar excepcional en el amplio y cruel  escenario de los espectáculos tauromáquicos en nuestro país.

Además, históricamente, Tordesillas se ha caracterizado por convertir en fiesta los casos más extremos de crueldad hacia los animales. Así, en 1849, en la publicación Semanario Pintoresco, un cronista enviado a Tordesillas relataba la celebración, en el mes de septiembre, de las tradicionales fiestas de esta localidad. El alanceamiento del toro era el último de una serie de espectáculos taurinos cada cual más horrendo. Uno de ellos, a modo de prólogo, y tal y como cuenta el mismísimo Azorín en un artículo de 1913, era la denominada "vaca encohetada". Se celebraba en la plaza del pueblo, que estaba abarrotada. Allí se soltaba a una pobre vaca a la que previamente se le había colocado en su lomo una manta impregnada de un combustible altamente inflamable, así como sembrada de cohetes y petardos sujetos a ella. ¿Se imaginan en qué consistía la diversión? Pues sí, se prendía fuego a la manta, y el pueblo reía y disfrutaba contemplando cómo el pobre animal daba brincos sobre sí mismo, intentando huir del fuego y del estruendo de los petardos. Y así hasta que la vaca moría calcinada, asfixiada o de un ataque de pánico, o de las tres cosas a la vez.

Esto, como digo, era el prólogo de las fiestas. Con este comienzo, no nos debe extrañar que el final fuera el Torneo, el alanceamiento, el acuchillamiento del toro indefenso en campo abierto. Como escribe Azorín, el mozo que da la última lanzada al animal tiene derecho a entrar en el pueblo con alguna parte de la anatomía del toro clavada en la punta de su lanza,  «y es fama que aquella noche sueñan con él las mujeres». He aquí otro elemento de la barbarie tauromáquica, el machismo, la supuesta hombría, la supuesta demostración de un valor que no es tal.

Hoy en día, solo faltaba, ya no se quema viva a una vaca en la plaza del pueblo. Ni tampoco se alancea al animal —al menos de momento—, pero Tordesillas sigue siendo sinónimo, triste sinónimo, de barbarie. "No estamos tan mal, algo hemos evolucionado", podrán decir algunos. Sí, evidentemente hemos evolucionado, pero no es suficiente. Además, la tauromaquia siempre ha evolucionado a regañadientes, bajo una gran presión social —e internacional, por mor del turismo, por ejemplo— y con muchos sectores taurinos en contra de cualquier atisbo de cambio en sus tradiciones.

El actual panorama político, con la ultraderecha más rancia e inmovilista bien instalada en las instituciones, ha hecho que partidos como el PP hayan radicalizado, todavía más si cabe, sus posturas. Si en 2016 un gobierno del PP en la Junta de Castilla y León prohibió el alanceamiento y la muerte en público del toro en Tordesillas fue porque, desde los propios sectores taurinos, que el PP también abandera, se temía que la gran presión popular y social en contra de esta barbarie acabara filtrándose y pudiera amenazar a la propia tauromaquia. Entonces lo inteligente era prohibir este torneo, como en una partida de ajedrez en la que se sacrifica a un peón para mantener a salvo a la reina.

Unos años después, desde la propia Junta de Castilla y León se han dado pasos atrás permitiendo que el animal pudiera ser herido con pequeñas lanzas y arpones de varios centímetros. Un tribunal suspendió cautelarmente este permiso, y el pueblo, en respuesta, hará no un encierro sino dos. Nos quitarán la sangre, pero no podrán con nuestras tradiciones, que para chulos ya estamos nosotros.

¿Qué ha cambiado desde 2016 hasta ahora para que la Junta recule y dé pasos atrás?: la irrupción y la presencia de la ultraderecha en las instituciones, tensando la cuerda y provocando la radicalización de posturas.

Ante este panorama en la derecha y ultraderecha española, lo que cabe preguntarse es cuál es la actitud del PSOE: un partido que en sus orígenes fue netamente antitaurino y que, desde los gobiernos de González y Guerra, se pone de perfil, por decirlo de un modo eufemístico, ante la tauromaquia. Dentro de las filas socialistas crece cada vez más la reclamación de un partido moderno y de verdadero progreso, y el progreso, por definición, incluye la lucha por los derechos animales. Pero las baronías están a lo suyo. Sus políticas de pan y toros son las que dan votos. No les importa el progreso del pueblo, sino ganar elecciones. El PSOE debe reflexionar y dar un decidido paso adelante también en estas cuestiones.

Porque somos nuestra propia historia, pero la historia de los pueblos también está para ser cambiada. No podemos dejarnos someter por atavismos que debemos dejar atrás en el tiempo. España en su conjunto debe mirar hacia el futuro con optimismo, con una visión moderna y de progreso, y eso pasa por dejar definitivamente atrás algunas de nuestras más oscuras y negras tradiciones. Nos lo merecemos como país. Nos merecemos a políticos y políticas valientes que den pasos sin miedo. Ojalá algún día, como sucede hoy en día con la "vaca encohetada" de Tordesillas, miremos hacia atrás y, con orgullo, podamos decir: esto es lo que fuimos, pero ya no es lo que somos.

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