Ecologismo de emergencia

Toros, drogas y control social

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia Contemporánea y escritor

Grabado aparecido alrededor de 1888 en la revista ‘La Ilustración Española y Americana’. La brutalidad de la tauromaquia mantiene extasiados a los aficionados.
Grabado aparecido alrededor de 1888 en la revista ‘La Ilustración Española y Americana’. La brutalidad de la tauromaquia mantiene extasiados a los aficionados.

Se estarán preguntando: "A ver, ¿este tío cómo es capaz de hacer un artículo en el que junte los toros, las drogas y el control social?" Muy sencillo: diciendo que la tauromaquia, históricamente y en la actualidad, ha sido utilizada por los poderes establecidos como un narcótico para mantener subyugado al pueblo español. Así de claro. Y, en caso de que no se estuvieran haciendo esa pregunta, pues da lo mismo porque, de una u otra manera, voy a seguir escribiendo este artículo. Y sí, la tauromaquia es una droga, pero no cualquier tipo de droga, sino una muy dura. Ahora es cuando empieza la argumentación.

Empecemos por el principio: desde los siglos XV y XVI, y hasta nuestros días, numerosos pensadores han venido defendiendo el daño que las nefastas políticas del "Pan y toros" han provocado en nuestro país. A imagen y semejanza del "Pan y circo" romano, en España los poderes establecidos (monarquía, Iglesia, poder económico, terratenientes, aristocracia..., vamos los de toda la vida de dios, oye, que tampoco hay que irse tan lejos) se sirvieron de esta maniobra para conservar sus muchos privilegios.

Cambiaron el circo por los toros, pero el objetivo era el mismo: mantener al pueblo en su ignorancia, sumido en el analfabetismo funcional, pero eso sí, que estuviera entretenido, no fuera a ser, como dijo Unamuno, que al pueblo, en la taberna, le diera por hablar de política y religión, algo que supondría una seria amenaza ¿para quién? Sí, lo han adivinado, para los poderosos de siempre.  

Quita, quita, es mejor fomentar la tauromaquia que las bibliotecas. Es preferible que el pueblo no sepa ni leer ni escribir, porque así se le engaña más fácilmente. Oye, si a los emperadores romanos les fue bien lo de distraer al pueblo con los bárbaros espectáculos de los circos, ¿por qué no hacer lo mismo en España pero con los toros? Y la cosa salió tan bien que miren dónde hemos acabado.  

La cosa era tan grave que hay constancia de que la gente, con tal de no perderse la corrida de toros, vendía hasta el colchón porque, total, para qué se quiere un colchón con lo bien que se duerme en el suelo. Pero también se sabe que muchos dejaban sin alimentos a sus mujeres e hijos para gastarse el dinero en los toros. Eso ya no da tanta risa. Más bien da miedo.  

Pero ¿qué poder ejercerá en el aficionado esta endiablada tauromaquia para llegar a estos extremos? ¿Y para haber sido utilizada como herramienta política y social de subyugación y de control del pueblo? Caramba, pues me alegro mucho de hacerme a mí mismo estas preguntas, porque tengo muchas ganas de contestarlas.   

No cabe duda de que la tauromaquia genera en los aficionados emociones muy fuertes. Detrás de la estética, del rito, de la música y del ambiente festivo (consumo de alcohol incluido) se halla la gran droga: la sangre. Su presencia opera en el público como un estupefaciente que, efectivamente, permite tener al pueblo anestesiado, subyugado o narcotizado mientras los ya citados poderes fácticos hacen de las suyas, como han hecho toda la vida de dios.  

"¿Pero qué dice este hombre?, ¿la tauromaquia una droga?, ¿se habrá vuelto loco? Vamos, él sí que estará drogado, habrase visto, ¿cómo se atreve?" No, no se apuren. Que no cunda el pánico, que esto no lo digo yo. De hecho, para analizar esta cuestión hemos de retrotraernos hasta comienzos del siglo XX. Allí nos encontramos a dos importantes figuras del pensamiento español de la época: José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala. Antes de nada permítanme una breve aclaración: ni el destacado filósofo madrileño ni el intelectual asturiano eran antitaurinos. Más bien al contrario, eran reconocidos aficionados a la tauromaquia y profundos conocedores del mundo taurino. Esto debe quedar claro desde el principio. 

Precisamente por eso sus reflexiones acerca de la tauromaquia resultan tan interesantes, ya que ambos, desde su conocimiento tauromáquico, llegaron a conclusiones muy semejantes. Pero vamos por partes. Por un lado, Ortega y Gasset nos ayuda a comprender uno de los históricos argumentos antitaurinos, y al que ya he hecho referencia antes: el uso de la tauromaquia como herramienta de distracción masiva para embrutecer al pueblo y mantenerlo en la ignorancia y en el analfabetismo más absoluto de modo que no reaccionará críticamente ante los abusos de poder o ante las injusticias, ni ante la ausencia de derechos y libertades, y será dócil, manipulable y poco fiscalizador del poder. Nos referimos, claro está, a la utilización de la tauromaquia como arma para desarrollar las políticas del "Pan y toros".  

El propio Ortega y Gasset nos explica qué poder posee la tauromaquia para llegar a convertirse en una herramienta de narcotización masiva. Para él, la tauromaquia opera en el aficionado del mismo modo que lo hace la droga dura. Es decir, produce, como la droga más potente y peligrosa, un doble efecto: por un lado adormece el pensamiento crítico y por el otro genera una fuerte adicción.

Estas son sus propias palabras, escritas en su ensayo La caza y los toros: «[...] si la sangre insiste en presentarse, si fluye abundante [...] embriaga, exalta, frenetiza al animal y al hombre. Los romanos iban al circo como a la taberna y lo mismo hace el público de las corridas de toros: la sangre de los gladiadores, de las fieras, del toro opera como droga estupefaciente [...]. La sangre tiene un poder orgiástico sin par». ¿Se dan cuenta? Ya les dije que esto no era cosa mía. La sangrienta tauromaquia opera en el público como una «droga estupefaciente» y, al final, los espectáculos tauromáquicos no son más que una orgía de sangre. Lo dijo Ortega y Gasset. Ahí es nada.  

Pero, por si quedaran dudas, el pensador insiste en esta cuestión nuevamente cuando sostiene que existe una «punta de embriaguez orgiástica que suscita toda sangre en perspectiva [...]». Y dale con el rollo orgiástico. Muy sano, artístico y cultural no parece, pero bueno, ellos sabrán.  

En fin, a lo que íbamos. Para Ortega ese es el poder de la tauromaquia: la sangre y la violencia taurinas embriagan, narcotizan, adormecen e insensibilizan al aficionado. Y esta droga taurina ha sido utilizada históricamente como una herramienta de opresión del pueblo por parte de los poderes más inmovilistas y reaccionarios. Un estupefaciente que aturde al pueblo y le envenena. La violencia y la sangre taurinas son las que, a juicio de Ortega y Gasset, ejercen ese poder, el que permite a los que ostentan los privilegios asegurarse de que, ante un pueblo dócil y manipulable, ignorante y bruto, jamás van a perder sus prebendas. 

Otra evidencia del poder narcótico de la tauromaquia la hallamos en otro reconocido aficionado taurino, Rafael Gibert. En su artículo Ors, los Ortega y los toros, este profesor se refiere a un escritor quien, según cuenta el propio Gibert, empezó rechazando las corridas pero que, asegura, «enseguida se rindió y se emborrachó» de ellas, llegando a aseverar que «La fiesta se convirtió en su vicio, como para otros la morfina [...]». Otra vez más de lo mismo: de nuevo la tauromaquia es presentada como un vicio, como una droga estupefaciente, como la mismísima morfina. Y lo dice un reconocido taurino.  

A estas alturas ya podemos sostener que la mal llamada pasión taurina no es más que la adicción a una poderosa droga fundamentada en la expectativa de sangre y de muerte. Y en plan bestia, en plan orgía de sangre.  

Y, llegados a este punto, también podemos concluir que, precisamente, ese poder adictivo supone una de las razones de la pervivencia de la tauromaquia ya que, lo digo una vez más, los  espectáculos tauromáquicos han sido promovidos desde los poderes más reaccionarios y conservadores para drogar al pueblo y mantenerlo alejado de cualquier veleidad crítica o pensativa. Y esto hay que repetirlo hasta la saciedad.  

Pero esperen que aún hay más. ¿Se acuerdan de cuando antes citaba a Ramón Pérez de Ayala? Pues resulta que el intelectual asturiano, que como los dos anteriores era un gran conocedor de la tauromaquia, profundiza todavía más en este asunto al asegurar que los espectáculos tauromáquicos embriagan al aficionado, le emborrachan... de sangre y de violencia. Así que droga estupefaciente, borrachera de sangre y orgía sangrienta. Pues no sé yo, no pinta muy bien la cosa. Y no se pierdan lo mejor: a estas elevadas y refinadas exhibiciones de sensibilidad y cultura pueden asistir menores de edad. No lo veo muy claro. Yo, si fuera España, me lo haría mirar.  

Pero no es solo esto. Pérez de Ayala también nos ayuda a entender otra cuestión muy interesante. Verán, desde tiempo inmemorial y hasta el día de hoy, los sectores afines a la tauromaquia intentan defender la afición taurina aludiendo, mediante un lenguaje rocambolesco y pomposo, a que el gusto por la tauromaquia responde a cuestiones tan trascendentales, metafísicas y mágicas que escaparían a cualquier entendimiento o razón humanas. Así, se habla de sentimientos y emociones inexplicables, misteriosas, telúricas, tectónicas, arcádicas, místicas, mistagógicas... Se alude a un arcano, a un éxtasis, a una magia antropológica, abstrusa, a una  sublimación artística, un quid divinum, un enigma recóndito, indescifrable... bla, bla, bla.  

Con el uso de esta sarta de palabrejas pretenden edulcorar una realidad muy distinta. Y, como digo, Pérez de Ayala nos ayuda a comprender esa realidad. Lo primero que debemos precisar es que la tauromaquia no tiene nada ni de místico ni de mágico, sino que, muy al contrario, es algo de lo más vulgar y visceral. 

Veamos por qué digo esto. Mejor dicho, veamos lo que a este respecto sostiene el intelectual asturiano. En varios puntos de su obra Política y toros, Pérez de Ayala asegura, desde su profundo conocimiento de la tauromaquia, que las corridas producen en quienes las contemplan «emociones recias para nervios, corazón y pulmones, y como quiera que toda emoción intensa se produce necesariamente como consecuencia de un hecho temeroso, insólito o brutal, de aquí que las corridas de toros hayan tenido sus detractores, así extranjeros como nacionales, quienes vituperan este espectáculo precisamente a causa de su brutalidad». En otras palabras, defiende que las emociones que generan las diversiones taurinas embriagan al público, precisamente, a causa de su brutalidad, y que por esa misma condición salvaje las corridas han sido tan criticadas a lo largo de la Historia.  

En esta misma línea, otra interesante reflexión que merece la pena resaltar de este autor hace referencia a su análisis acerca de los sentimientos que el aficionado confía en poder experimentar cuando asiste a una corrida. Pérez de Ayala se refiere a que una de las emociones con las que el espectador espera extasiarse se fundamenta en «la presencia del riesgo veraz, verdadero y no mentido juego con la muerte [...]».  Es decir, que el espectador es conocedor de que existe el riesgo real de que un torero resulte herido o de que incluso muera, y en la emoción de asistir a ese peligro real y verdadero se basa una gran parte de la diversión. De modo que, al aficionado, la posible o probable muerte de un hombre no le hace huir del espectáculo sino, muy al contrario, es una de las cosas que más le atraen de él. 

Pérez de Ayala llega a reconocer que «No se puede admitir el toreo sin peligro».  Dicho de otro modo: la emoción que las corridas de toros provocan en la afición no se fundamenta en algo enigmático, misterioso, indescifrable o cualquier otra palabreja, sino que se basa en la existencia de un peligro real para el torero. Así, asevera que «No es que el público de toros... desee que el torero sea herido...; pero le hace falta tener la certidumbre de que el riesgo existe y el torero puede ser herido. Si se aboliese esta certidumbre, los toros se convertirían en un simulacro, para ejecutarlo sobre un tablado de baile flamenco...». 

Realmente resulta muy clarificador este pensamiento. El público es consciente de la posibilidad, e incluso de la probabilidad, de que haya heridos o muertos y aun así, o precisamente por eso, paga dinero por ver esta diversión, por sentir esa truculenta y morbosa emoción.  

Porque sí, digámoslo claramente, la emoción de la tauromaquia, lejos de enigmas arcádicos o arcanos telúricos, se fundamenta en que lo que sucede en el ruedo no es ficción, no es algo guionizado ni se usan, como en el teatro, espadas de madera. No, lo que sucede en la arena es real y auténtico, y la emoción surge del hecho de que en cualquier momento puede derramarse sangre en vivo y en directo. Como digo, todo muy cultural..., y orgiástico.  

Por tanto, esa inexplicable e intangible emoción que provoca la tauromaquia, y de la que tanto se habla, no tiene nada de místico o enigmático sino que es algo mucho más mundano, sucio, morboso y vulgar. La tauromaquia genera emociones tan violentas que opera en el público como una droga estupefaciente. Y ese es todo su duende: la expectativa de presenciar violencia y derramamiento de sangre.  

Alguien dijo que la religión es el opio del pueblo. Pues en España, por si tuviéramos pocas drogas, a la religión le sumamos la tauromaquia. ¿Y a quién beneficia esto? Un pueblo drogado, anestesiado, ignorante e insensibilizado no resulta molesto para los poderes fácticos, que no encontrarán oposición a sus abusos y corruptelas. Si creían que las cosas suceden por casualidad o por tradición, tal vez deban empezar a pensar que tienen lugar de una manera orquestada e intencionada. Y así entenderán por qué durante siglos, y hasta en la actualidad, los elementos más conservadores, reaccionarios e inmovilistas han apoyado, y siguen apoyando, la tauromaquia. Fomentan esta droga dura ofrecida bajo patrocinio público, a plena luz del día, y para todas las edades, desde la más tierna infancia. La droga mata, en este caso mata almas y, sobre todo, toros, miles de toros. Como para no hacérselo mirar, España de mis amores.

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