El mundo es un volcán

¿Se pudrirá en la cárcel el genocida guatemalteco Ríos Montt?

El argentino Jorge Rafael Videla murió en prisión. El peruano Alberto Fujimori se pudre en la cárcel. El chileno Augusto Pinochet murió desprestigiado y acosado por la justicia. Parecen buenos tiempos para la justicia y las víctimas de sus atrocidades. Y malos para los dictadores asesinos de América Latina. ¿O no tan malos?

La buena, excelente noticia, la que parecía que iba a marcar un antes y un después en la lucha contra la impunidad, llegaba el 11 de mayo cuando el ex dictador y general guatemalteco José Efraín Ríos Montt era condenado por un tribunal de su propio país a 80 años de prisión por genocidio y delitos de lesa humanidad. La mala, pésima noticia, tardó en llegar apenas 10 días, cuando el Tribunal Constitucional anulaba la sentencia por supuestas irregularidades y devolvía el proceso al estado en el que se encontraba el 19 de abril. Se trata de un gravísimo obstáculo, mucho más que un simple retraso, que amenaza con librar a Ríos Montt de correr la misma suerte que Videla.

Ríos Montt se salvó durante 13 años, gracias a su inmunidad parlamentaria, de sentarse en el banquillo de los acusados por la matanza de 1.711 indios mayas ixiles durante su mandato, en 1982 y 1983. ¿Su defensa? La ya habitual en estos casos: que siempre se esforzó en cumplir la ley, que aceptó la presidencia a regañadientes y por patriotismo, que no sabía nada, que nadie le informó, que no tenía responsabilidad directa sobre el terreno, que la culpa era de Estados Unidos, que pagaba las facturas y avalaba la represión. Sin embargo, como señaló la juez Yasmín Barrios, el tribunal, tras escuchar numerosos testimonios, consideró probado que el general "tuvo conocimiento de lo que estaba ocurriendo y no hizo nada para impedirlo".

Tres mujeres, asumiendo graves riesgos personales, han jugado un papel clave en este histórico intento de hacer justicia: la juez Barrios, la fiscal general Claudia Paz y la activista indigenista y premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú. Numerosos familiares de esta última (padre, madre, un hermano, dos sobrinas...) murieron en los años ochenta víctimas de una represión que, a lo largo de 36 años de conflicto civil, se cobró más de 200.000 vidas y 45.000 desapariciones, en su mayoría de indígenas inocentes masacrados por el Ejército.

Eran los tiempos de la Guerra Fría, en los que el objetivo de los militares, con el total apoyo material y de inteligencia de Estados Unidos, era erradicar la "amenaza comunista". El enemigo, imposible con frecuencia de identificar, podía ser tanto un grupo de guerrilleros armados como poblados mayas enteros, incluyendo mujeres, ancianos y niños. Es difícil hacerse idea a estas alturas de la magnitud de unos hechos trágicos a los que los actuales gobernantes y poderes fácticos como la poderosa confederación empresarial se niegan aún a llamar por su nombre: genocidio.

El comprensible deseo de pasar página, de mirar al futuro y alcanzar una auténtica reconciliación nacional no puede sustentarse sobre la impunidad. La verdad debe abrirse paso y los genocidas deben ser enjuiciados y condenados. El problema es que tienen aún tanto poder e influencia, sobre todo en las Fuerzas Armadas, y es tanto su temor a tener que rendir cuentas, que no se quedan de brazos cruzados. Para ellos, la condena a Ríos Montt –hombre fuerte del país en 1982 y 1983- no era un punto y final sino la apertura de una veda en la que serían también piezas a cobrar.

Esos poderes fácticos se apuntan un gran triunfo, ojalá que no definitivo, con la anulación de la sentencia por el Tribunal Constitucional, condenada por la Asociación Internacional de Juristas o por Amnistía Internacional (AI), uno de cuyos portavoces ha declarado que "pone en peligro el derecho a obtener verdad, justicia y reparación". Si las nuevas actuaciones judiciales conducen al mismo resultado, si se vuelve a condenar al hoy todavía presunto genocida a pudrirse en la cárcel, es muy probable que esas fuerzas vuelvan a la carga, a riesgo de desestabilizar el país, aunque en esta ocasión cabe suponer que sin la complicidad de Washington. Se trata de una prueba de fuego para la frágil democracia de Guatemala, que ha cerrado muchas heridas del sangriento conflicto interno, pero donde la desigualdad y la injusticia siguen omnipresentes.

Los informes de AI reflejan que la delincuencia común ha tomado el relevo de la represión política, con cerca de 6.000 homicidios al año, en gran parte relacionadas con el narcotráfico y el auge de las pandillas maras. Más de 600 de las víctimas son mujeres, pese a la entrada en vigor de la Ley contra el Feminicidio y Otras Formas de Violencia contra la Mujer aprobada en 2008. Persisten, además, las violaciones de los derechos de los pueblos indígenas –sobre todo en las disputas por sus tierras- y el hostigamiento (con asesinatos ocasionales) de sindicalistas, periodistas y activistas pro derechos humanos. Nada que ver con las masacres de los años de plomo, pero lejos de la normalidad, para conquistar la cual sería vital ajustar cuentas con el pasado, la mejor forma de gritar "¡Nunca más!".

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