Tierra de nadie

Mentar la bicha

Cuando se creía superado el estigma de Pedro el Breve, recientes acontecimientos amenazan con resucitar el apodo pero esta vez en el Gobierno. La primera en mentar la bicha fue la portavoz del Ejecutivo y aún no se sabe bien si aquello de que nadie iba a resistir más allá de lo necesario fue una metedura de pata o un aviso a navegantes. Es evidente que vienen curvas, algo bastante previsible con la inmensa minoría que representa el respaldo de sólo 84 diputados y sin muchas posibilidades de aplicar eso que se llamó geometría variable y que consiste en camelar a varias bandas y convertir el tálamo de la política en el punto de encuentro de unos grandes almacenes. Nadie dijo que fuera fácil.

Aparentemente, el adelanto de las elecciones no interesa a nadie, excepción hecha de Ciudadanos, que sigue viviendo en el sueño de unas encuestas de las que su líder veleta habrá hecho copias para mostrárselas a sus nietos mientras les explica lo dura que puede ser la vida y cuánto puede cambiar en un parpadeo. Hoy personas, mañana estatuas. Rivera pide elecciones una vez al día a la hora del desayuno y, de seguir así, se sumará a la larga lista de cosas que han ocurrido gracias a su partido, desde la caída de Cifuentes al éxito del día del Orgullo pasando por el descubrimiento del fuego y el invento de la rueda.

No está por la labor el PP, al que llevará tiempo estabilizarse y cicatrizar unas heridas que, tras las primarias, son tajos de machete. No le será fácil acostumbrarse a la ausencia del joven Arenas, que de estrella polar ha sido rebajado a meteorito, y tendrá que dar tiempo a su nuevo secretario general, Teodoro García, para que ponga orden, con la recomendación expresa de que se abstenga de pedir aceitunas en el aperitivo. Tiempo es precisamente lo que necesita Casado para alejar de sí el fantasma de su máster, o el máster fantasma si así lo determinan los tribunales, y para demostrar al electorado que en eso de ser de derechas él es el café y Rivera la achicoria, un sucedáneo que sólo gusta para un rato.

Tampoco Podemos muestra especial entusiasmo por citarse rápidamente con las urnas. Ni la obligada ausencia de su cúpula ni el conflicto andaluz, un enfrentamiento que no se limita al nombre de pila de la confluencia, aconsejarían forzar la máquina hasta que eche humo. Los de Iglesias tienen poca experiencia en eso de tensar la cuerda sin romperla y, por eso, son bastante imprevisibles. Siendo el principal báculo del Gobierno, una estrategia inteligente pasaría por hacer visible su influencia, de manera que fuera evidente que cada avance social lleva su impronta.

Obviamente, son los socialistas los menos partidarios de liquidar la legislatura por la vía rápida a la vista de las alforjas acarreadas para el viaje. Estar en el Gobierno rejuvenece mucho y, de la decrepitud de los sondeos anteriores a la moción de censura, el PSOE ha pasado a mostrar un cutis envidiable y sin arrugas. Sánchez le ha cogido el gusto a eso de ser estadista, a las giras internacionales y, sobre todo, a colocar fraternalmente su mano en el hombro de Macron, con el que el día menos pensado se irá de vacaciones a la Costa Brava.

Las bellas ramas que contempla desde la Moncloa no tendrían que impedirle ver un bosque que, como ya le advirtió Borrell, no ha crecido en su jardín por la calidad del suelo sino huyendo del incendio que había provocado el PP. El éxito del Ejecutivo no depende tanto de sus logros como de sus gestos, aunque ese querer y no poder, aun siendo muy estético, no es mantenible a medio plazo. De exhumar a Franco no se vive eternamente. Cuando la incapacidad para llevar adelante lo prometido sea algo más que evidente, quizás sea demasiado tarde.

El fiasco de hoy en la votación del techo de gasto y el abandono de sus aliados coyunturales es algo más que un toque de atención: es un escarmiento. No será esto lo que determine el fin pero es bastante más que un principio, por mucho que Sánchez insista en alejar a 2020 la convocatoria de elecciones. Así que toca negociar una nueva senda, permitir que cada uno de los llamados se cuelgue su medalla y dejar que se rompan algunas costuras del estrecho traje del déficit, o presentar unos Presupuestos para 2019 con los límites actuales, que estarían directamente abocados al fracaso.

Es un equilibrio difícil, casi imposible. El Ejecutivo depende del voto del independentismo y de sus condiciones inasumibles desde la óptica constitucionalista. No es un bloque homogéneo y se enfrenta a su propia crisis, que bien podría determinar que las primeras elecciones no sean las españolas sino las catalanas. Aun echados en ese monte desde el que Puigdemont otea el horizonte, también los soberanistas habrán de valorar si les conviene perder la capacidad de influenza que ahora les otorga su peso en el Parlamento.

Agitadas convenientemente todas estas variables en el cóctel, no habría que descartar que suceda lo que, en principio, no quiere la inmensa mayoría y que, no en este otoño pero sí en la primera mitad de 2019, se materialice el adelanto electoral. De cómo juegue Sánchez el as de su manga dependerá que haya o no mudanza en la Moncloa. Mentar la bicha no siempre es sinónimo de mala suerte.

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